El siglo XVIII queda un rato lejos. Fue generoso en
predicadores y sermoneros. Asustaban a las beatas incultas por los pueblos. No
había, aldea, pueblo, ciudad, cofradía o hermandad que no buscase un predicador
para gloria y loor de las efemérides local. El caso llegó a un extremo
insoportable.
El padre Isla,
- Francisco José Isla – jesuita y como buen jesuita podría ser cualquier
cosa menos tonto, escribió una novela para dejar al descubierto el ridículo de
aquella pléyade que desde el púlpito en sus arengas y sermones embaucaba a la gente;
otros no se enteraban; se quedaban indiferentes.
El protagonista de la obra: Historia del famosos predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes
es Gerundio, nacido en la localidad Campazas, en la comarca de Tierra de
Campos, en León. Hijo de Antón de Zotes y Catanla Rebollo; lo apadrinó Quijano
de Perote. ¡Vaya, por Dios! Algo había que pillar aunque fuese de refilón.
La novela es una crítica al gongorismo sin sentido,
al palabrerío hueco y vano con demasiada cáscara y poco contenido que hace de la verborrea una exposición
continuada. La novela provoca la hilaridad – si se tiene paciencia para
aguantar hasta el final – del lector.
¿Se han enterado que estamos en campaña electoral? O
sea, estamos dilucidando a quiénes vamos a resolverles los problemas: sueldo,
viajes, prebendas, exhibiciones, asistencias gratuitas… sentándolos en un
asiento confortabilísimo. Se presentan como redentores patrios.
No he utilizado la palabra ‘político’.
No; ¡por Dios!, el político es alguien honesto y serio que de verdad trabaja
por unas ideas y quiere lo mejor para otros. Ese es otro cantar y ante ellos,
naturalmente, ¡chapeau!.
Vorágine de información. Un ‘presunto’ aspirante a
sillón – omito el nombre; no merece la publicidad – va y dice que el tema horrible matanza del
atentado en EE.UU. es por culpa del “heteropatriarcado” (La RAE no reconoce la
palabra). Y se ha quedado tan pancho.
Don Antonio Machado en cuatro versos los bordó.
Desdeñó romanzas de tenores huecos y coros de grillos que cantaban a la luna; pretendió,
también, algo muy difícil: distinguir
las voces de los ecos… ¡Ay, don Antonio, cuánto se le echa de menos…!
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