El hombre perdido en el desierto sueña con agua, con
palmeras y con una sombra acogedora y reconfortante; el hombre perdido en el
desierto busca el oasis. Todo es arena; todo es un cielo inmenso; todo es una
eternidad que está quieta. Ahí. Ni espera ni se va…
La ‘Ciudad Violeta’ es una obra excelsa. La ha
escrito un poeta. Les confieso que la he leído – la ciudad y el libro – dos
veces. Porque me he echado a andar y me he querido perder por el aire de la ciudad violeta…
Juan Gaitán me ha llevado de su mano. La mano amiga,
entrañable, única y diferente. Me ha llevado hasta enseñarme ese árbol loco que
se viste de flores cuando no es su tiempo; hemos buscado los pájaros que vuelan
y vienen de no sabemos qué cielos, y he visto las últimas flores del jazmín; me ha llevado donde otra gente de la mar empeñaba su cuaderno de bitácora...
Una campana de unas monjitas tocaba con su badajo de
cristal. Pero ¿si hace muchos años que las monjitas se fueron del barrio cómo
tocan, esta tarde, de esa manera? Juan me ha dicho que es un tropel de ángeles
de la guarda de cien leguas a la redonda. Lo creo.
Oteo el horizonte de montes violetas y el vino malva
y esa sombra junto a las rocas de la playa cercanas a la arena. ¿Soy yo? ¿Somos
nosotros? ¿Mira que si es un nido de golondrinas del olvido? ¿Qué fue de la
abadía del otro lado del río y de… ¿qué fue de todo en la ‘Ciudad violeta?
Los vientos de las ciudad son tan suyos como la
ciudad misma. Los días impares de terral y su ausencia y el vacío y ese alivio
que surge de pronto cuando se va. Y el Levante que muerde la orilla y las olas,
siempre las olas, allí, enfrente de nosotros, y tú y yo, aquí. Y ¿en el
horizonte? En la lejanía “una claridad vaporosa que deja un aroma de sal y
espuma…”
El hombre perdido en el desierto ha llegado al oasis
y, él sin saberlo, lo ha encontrado en la “Ciudad violeta”.
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