La tarde está tórrida. Tremenda. El termómetro hace
un rato marcaba ‘solo’ 36º… Dicen que la culpa la tiene el aire de terral. Al
mediodía, el cielo tenía como un velo de gasa. No dejaba que se recortasen en
el azul las sierras de enfrente, y eso
es levante. No sé de qué parte puede estar la razón.
Una amiga, Pilar, ha colgado una foto de una pintura
del gran canal de Venecia. Es una maravilla. Brillan las aguas; rema un
gondolero: los edificios majestuosos se asoman a la orilla. Venecia es única.
La imagen no puede ser más apropiada para el día y la hora.
Pongo y escucho – no puede ser de otra manera – a
Charles Aznavour. Este hombre, dice el calendario, que tiene noventa y dos
años. La voz, de cuando tenía cincuenta menos. Debe ser el aire de las montañas
de Armenia que le dio toda la frescura y la poesía que necesitaba.
Aznavour nos recuerda la nostalgia de una Venecia
sin el amor entregado. Él habla de una Venecia más triste y más gris. Añora el
ayer y la soledad que nos acompaña al atardecer y el amor que fue y ya no está
y ese tiempo que, por perdido, creemos que fue mejor.
Recuerdo una Venecia de finales de julio; hace unos
años. Fueron, también unos días horribles de calor. Entonces se hablaba de una
ola sofocante. Prometí no volver más en verano. Bajo el puente de Rialto,
aquella era otra Venecia. Además la aglomeración de gente la hacía irrespirable…
De muchacho cuando leí las aventuras de Marco Polo
me imaginaba ‘otra’ Venecia. Ahora está plagada de turistas. Hablan de
regulaciones. Nosotros usábamos el vaporetto. Venía del Lido… Y Venecia estaba
allí esperando.
Tengo otro recuerdo de Venecia. Me viene de la mano
de José María Javierre. Escribió la biografía de Merry del Vall a la sombra del
Papa Sarto; otro Papa, Roncalli, ya está, también, en los altares; el tercero, Albino Luciani,
espera que la justicia del tiempo aclare muchas cosas... ¡Qué lejos está el
ayer esta tarde de calima!
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