Y un día la luz se echó a andar por la calle. No era un día cualquiera. Una
sinfonía de primavera había dejado una música especial por el aire y un manto
verde a los pies del castillo. Era el verde del inicio de los meses mayores en
los que la yerba dice que ya llegó a dónde le marca su ciclo.
No sube ni baja nadie; la calle está desierta.
¿Dónde está la gente? La calle es pendiente; la calle tiene encanto, misterio y
una pregunta ¿qué habrá ahí, ahí mismo,
al revolver la esquina? No da la respuesta. Invita a la curiosidad. Insta a que
se avance y se asome la cabeza, y…. Todo está por descubrir por uno mismo.
Hay un balcón. El balcón está lleno de flores. Las
flores tienen el mejor sitio de la calle. Son flores de colores suaves,
sensuales, precisos. Son flores plantadas, regadas, cuidadas por
una mano – o ¿son dos? – anónimas. Las flores se asoman al balcón y a la calle,
y ¿luego?… luego a la baranda que delimita la calle con otra calle.
El testero de enfrente, el que está al otro lado de
la baranda, es un frontón blanco. Está
entrecortado por seis balcones. Los balcones, cerrados. Las persianas bajadas guardan
celosas una intimidad escondida dentro. Un mosaico de tejados pone una
pincelada de color ocre…
Corona el cerro - el Cerro de las Torres - el
castillo. Entre el castillo y los tejados un puñado de casas apiñadas; se
asoman ante tanta belleza. Es una punta - como espigón que se adentra en otro
mar - de ese albaicín, blanco y nuestro.
Lo llamamos ‘Barranco’. Reverbera la cal;
poesía de la arquitectura popular hecha barrio.
El cielo, azul celeste. Un azul de amor de otro
tiempo, de siempre. Se recortan la espadaña,
los restos de la antigua parroquia, el campanario, la torre del
homenaje, la muralla. El castillo está ahí, en su sitio, desde hace tanto
tiempo…
Un puñado de nubes viene de alguna parte. Van…
¿adónde irán esas nubes que pasan sobre el Cerro de las Torres?
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