Cae la tarde. El sol baja
lentamente. El sol está a punto de perderse en el horizonte… ¿El horizonte? Sí,
ese lugar que siempre anhelamos y nunca lo alcanzamos. El horizonte, como el
Dorado, como el amor, siempre está un
poco más allá, solo un poco más allá de donde podemos llegar.
El cielo está sembrado de unas nubes de gasa. Son nubes deshilachadas. Son
nubes que no anuncian nada; solo se
muestran distintas. Son de un tul
diferente. Se ha vestido de tonalidades intensas.
La Mano de Dios ha mezclado los colores. Dejaron de ser blancas y, ahora,
tintan el cielo de violeta, y luego de naranja, y luego de naranja intenso, y luego
de rojo con esa tonalidad que dice que no es de fuego exterior sino es de ese
otro fuego que va por dentro.
Un grupo de paseantes apura las
últimas luces del día. Pasean. ¿De qué
hablan? ¿De qué habla la gente, esa gente anónima de la que no conoces sus
nombres ni sus cosas, ni sus gustos, y que pasea por cualquier playa? No
lo sabremos nunca. A veces, las
conversaciones que no trascienden son las más intensas por íntimas, por propias,
por únicas.
Otros juegan con la arena.
Dejan que el tiempo los envuelva. Están ajenos a tanta belleza como les rodea.
El disco del sol se refleja sobre un charco que no quiere irse del último
remanso de arena. Es algo así como quien quiere
atrapar ese suspiro que se escapa
y no tiene palabras pero sí un destino concreto.
No es una mar bravía pero sí
tiene olas. Son olas encrespadas. Vienen
a dar en la playa como quien viene a morir entregando todo su poderío, toda su
fuerza, todo lo que lleva dentro y que ya es muy poco ante la imposibilidad de
conseguir los objetivos que se propuso en otro momento. Es la proclamación de
la derrota.
No está el mar en silencio. El mar nunca está en silencio. El rumor
intenso es un martilleo constante. Los restos de una embarcación encallada
resisten. No sabemos por cuánto tiempo al salitre y a la brea y al golpeo de
las olas que lo dejan como un testigo
mudo. ¿Dónde estarán los restos de todos mis naufragios?
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