Hijo único, la orfandad marcó
su infancia; luego, también, parte de su vida. A la muerte prematura de su
padre, su madre buscó el refugio y amparo de dos cuñadas, soteronas y mayores
que ellas y que, en fondo, tenían la llave de la despensa.
Niño inseguro, siempre fue
acompañado a la escuela de una criada. Nunca pasó por el aprendizaje de la
calle. Los niños, los contados niños a los que se le permitían acercase podían
jugar con él… en su casa, claro.
Cuando llegó la hora de la
Primera Comunión su madre lo llevó a hacerle la fotografía para perpetuar la
ocasión a un fotógrafo de la capital. Se apellidaba Olmo. Tenía el estudio en
calle Cister casi en la esquina de calle Cañón, cercano a las paredes de la
Catedral.
El día antes se habían
desplazado en el tren. Se alojaron en casa de unas parientas que vivían en
calle Beatas – también es coincidencia de nombrecito - y de allí a media mañana llevaron a la
criatura al estudio de Olmo. Olmo se desplazaba al pueblo todos los domingos
pero el estudio de Málaga tenía más caché que el del pueblo.
Olmo lo situó con un rosario en
las manos, arrodillado en un reclinatorio postizo, con un librito postizo, y
con un altar postizo. El hombre escondió
la cabeza detrás de un paño, levantó la mano para atraer la atención del
muchacho y… en ese momento, en ese preciso momento, interrumpió la madre: “Un
momento, Olmo, un momento, que no le he puesto la colonia…”.
Se libró de la mili - ¡con lo
bien que le habría venido! – por hijo de viuda, que era cierto pero no lo era
que alimentase a la madre porque vivían de unas pequeñas rentas de las fincas
heredadas del padre y que administraban las solteronas beatas.
Al muchacho le arreglaron el
casamiento. Le compraron el traje y el ‘cuarto’ porque el muchacho se quedó a
vivir en el lugar donde había vivido siempre. Aquella noche fue la noche más
sublime de su vida. Conoció la libertad. El hombre, todo expresivo fue incapaz
de guardar el secreto de alcoba y, en un impulso incontenible, en el silencio
de la madrugada abrió, de par en par, el balcón, se asomó, y a voz en grito,
con los brazos en alto, proclamó: ¡Viva, la Virgen de Flores!
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