Era bajito y enjuto. Era un
hombre de pocas carnes, huesudo y con las mejillas hundidas lo que le daba un
aspecto de delgadez y dureza de rasgos. Tenía la nariz aguileña, las cejas
pronunciadas y la barbilla prominente.
Siempre iba vestido de manera
pulcra; los zapatos limpios; afeitado.
Estaba casado pero no tenía hijos. Todos los domingos acudía, acompañado de su
mujer, a la misa mayor que por aquel entonces se celebraba en el pueblo a las
diez de la mañana.
Vestido de uniforme porque él
era muy reglamentista y solía estar siempre en estado de revista daba aspecto
de un funcionario de ministerio olvidado en la vorágine de una administración
que le podía a su capacidad, que de hecho le venía muy grande.
Siempre que el Juez, porque él
prestabas sus servicios en el Juzgado lo enviaba a hacer algún encargo, salía
con la botonadura de su chaqueta abrochada y tocada su cabeza con la gorra que
oportunamente alcanzaba de un perchero de brazos que estaba detrás de la
puerta, conforme se entraba, a mano izquierda.
En Álora en aquel tiempo había
dos juzgados. El de Instrucción y
Primera Instancia que estaba en la calle Negrillos y, otro, el de Paz, que
tenía su sede en la mediación de la calle Rosales, conforme se bajaba un poco
más abajo de la capilla del Santo Cristo del Portal, y aunque la calle estaba
rotulada con el nombre de Encinasola, todo el mundo la conocía por Rosales.
En la calle Negrillos se
dilucidaban las cosas serias e importantes.
Era una Institución superior y allí siempre había, entre funcionarios, y
personal de servicios, además de la gente que acudía por diferentes asuntos, un
ajetreo importante.
Puntual. Era, eso sí, un hombre
curioso y entrometido. Le gustaba conocer todos los chismes de los que pasaban
por allí. Un día se celebraba un juicio. En la mediación, abre la portezuela de
la Sala, y se dirige al Juez:
-
Don Francisco, los testigos falsos ya han
llegado ¿les digo que entren?
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