De pronto ha dejado de ser niño malo. El mar ha estado unos
días como los niños malos, revoltoso; inquieto.
Ha roto el jarrón de porcelana de Sèvres. Le han regañado pero él, songo, a lo suyo. No les ha importado nada.
El mar la ha liado en
algunas playas cercanas. Se ha llevado lo que es suyo; ha devuelto lo que no
quería. Las playas son un revuelto de
cañas, troncos de árboles, ramas; plásticos, chapas; latones… El naufragio los
dejó sobre la arena.
Le hemos perdido el respeto a muchas cosas; al mar, también.
Se edifica en la lengua de playa. Desde la ventana del dormitorio hay que
escuchar el rumor sordo que va y viene. Es el canto de las olas, opaco,
monótono, constante… Es la afirmación de saber que él, el mar, está ahí.
La tarde se ha entolado por la parte de tierra; el sol busca
cobijo detrás de las nubes; se dibujan,
difuminadas, montañas lejanas. Ya duermen las playas largas de arena cernida de
granos redondeados, diminutos, modelado
por la erosión; se acerca la noche.
Dentro de un rato las traíñas siembran de luces esa inmensa quietud en
movimiento. El bamboleo de las olas, su mecido…
En algún sitio hay encendida una luz. La encienden a su
Virgen. Ella puede echar una mano en la pesca; en la tempestad que no avisa y
aparece; en la zozobra que trae el pez grande, a modo de crucero, que desplaza
un rebufo que mueve las barcas pequeñas.
El mar se aleja inmenso, tenebroso, oscuro, preocupante para
los que somos de tierra adentro. La noche es su aliada. Hombres anónimos echan
las redes, una, dos, muchas veces. Cuando llegue el alba enfilan al embarcadero. Los pescadores de bajura no
se alejan mucho. Bueno, ni mucho ni poco; lo preciso. Ellos saben qué va a
hacer y cómo se va comportar el tiempo, y en qué momento puede cambiar y,
entonces…
Las gaviotas a estas horas ya han buscado el saliente del
acantilado; lo conocen; mañana, cuando
claree sobrevolarán el arrastre de las redes; otros han pescado para ellas
durante toda la noche. Y, luego, como en el cuadro de Sorolla, alguien dirá que
el pescado es caro.
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