¡Ay, río de
Sevilla! si yo supiera escribir te diría que eres remanso de quietud y
belleza. Como aquellos versos de Gerardo
Diego hacia otro río, el Duero, te veo ‘quieto y en marcha’; vienes desde tierra de sierras, pinos y
violetas, y te vas, y te vas… ¿Hasta
dónde se adentran tus aguas cuando llegas a Sanlúcar?
Remansa el
agua su ímpetu en la orilla. Limo y tierra húmeda; lugar donde las olas –
porque los ríos también tienen olas – vienen; dejan su beso dulce, tierno,
delicado… Un beso de amor bajo las sombras de los sauces; un beso de amor tan
soñado como los versos que no se escriben
nunca.
No tienen
las ramas tendidos pañuelos blancos para
saludarle cuando suban los veleros. Son ramas de sauces, alisos, álamos de
riberas. Están hechas al río; el río, a ellas. Se ven se saludan, se
reverencia; las ramas son muy cumplidas;
nunca pierden las formas.
La luz; la
sagrada luz, la divina luz de cada mañana se asoma al horizonte. ¿Dónde están
ahora los sueños acunados durante la noche cuando las estrellas se asomaban a
las horas largas y todo en sí es un deseo?
Los sueños se desvanecen cuando llega la realidad, la realidad nuestra
de cada día; todo lo que pudo ser se
quedó en evaporescencia sin cuerpo.
¡Ay, río de Sevilla!
si yo pudiera te diría que ahí, muy cerca hay alguien que abre el compás como
nadie, que se sacó de la manga un quite por cigarreras, clava los pies y,
entonces… hay un revuelo de mariposas por dentro y uno siente… ¡ay, río de
Sevilla! lo que se siente por dentro…
Y, un poco
más allá, en la llanura inmensa hay toros que no van a tener los ojos verdes y
que comen margaritas en abril y en mayo; y, amapolas de sangre, cuando encaña el
campo. Y va por el aire un recuerdo de
aquel hombre que todavía no me he enterado si era más poeta que ganadero; más garrochista que torero; más… ¡Ay, río de
Sevilla si yo supiera…!
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