El
viajero se ha echado a andar, a media tarde, a esa hora en que el sol ya ha
cambiado la intensidad de su luz. El sol cambia de luz varias veces al día: al
amanecer; a media mañana, cuando se tercia el día, cuando la tarde avisa que
vienen las sombras…
En sus
oídos escucha el canto de las tórtolas turcas. Han venido de otro sitio. Lo han
copado todo. Están posadas en los cables
que orillan la carretera. Su canto es un canto monocorde, feo, monótono; escucha,
también, el canto de los chamarines que ya tienen calores de primavera y el
canto de otros pájaros que tienen por suyo, como debe ser el campo.
Desde la
media distancia ve cómo asoma la veleta de la espadaña del santuario; luego, a
medida que se acerca lo ve más próximo, más al alcance de la mano….Está en todo
su esplendor. Espera ahí ¡desde hace tanto tiempo¡
El campo
está precioso. Un manto verde alfombra el suelo del olivar. Está punteado con
florecillas amarillas. La yerbabonita no huele pero le pone un contrapunto
único que no pone ninguna otra flor.
Sigue
camino hacia el convento. No es tiempo
todavía; los olivos aún no están en flor. Los olivos se preparan para dentro de
unos días cuando se llenen de renuevos y sus brotes sean ramos benditos en una
mañana de Domingo que anuncia que vienen la Semana Grande y Jesús entrará la
Jerusalén de muchos pueblos.
El
Santuario de Flores está en su sitio. Ni más acá, ni más allá. Los franciscanos
que vinieron de del convento de los Ángeles de Málaga en XVI tuvieron claro el
lugar donde debería estar. Otea el horizonte; avienta los vientos; contempla y
mira y ve…
Lo
levantaron en las faldas del monte Hacho; enfrente, el Torcal y la Sierra del
Valle, para nosotros. (Los libros de Geografía dicen que se llama sierra de
Abdalajís y que se punto más alto es la Huma), y los Nogales y la Joya
acurrucados a la caída de las sierra…
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