Su hija cada mañana lo saca un rato al sol. Hace
muchos años que vive con su hija. Lo sienta, en un banco, a la recacha. Él se deja llevar.
No protesta. Lo mueven; lo ponen en un sitio; luego, en otro… Cuando cae la
tarde lo acuestan. Él deja que pase el tiempo.
Se llama Manuel. Todos lo conocen por Manolo. Tiene
tantos años… Cuando se lió la grande, me dijo un día, yo era rapagón y estaba
de boyero en un cortijo. Me levantaba a echar las pasturas a las vacas cuando
asomaba el lucero por el Puerto de Jévar, entre los Lantiscares y el Cerro del
Cura.
Me llevaron a Cerro Muriano y estuve en Peñarroya, y en Pueblo Nuevo y en toda la
sierra de Córdoba. Y habla, y vuelve a hablar de lo mismo, y cuenta que iba con
un borrico viejo y entero que era muy malicioso por agua a un arroyo…, pero no
se acuerda cómo se llamaba el arroyo.
Dice que de
noche se hablaban con los del otro lado y todos estaban deseando que aquello
acabara de una vez, pero ya se sabe, donde mandan otros… Vuelve a repetir la
historia y cuenta que era boyero, y que
cuando se lió la grande…
Manolo tiente la cara surcada por dos hendiduras
grandes que bajan por la mejilla a ambos lados. Le faltaban algunos dientes y
dice que le pusieron una dentadura pero que no se hallaba con ella. Manolo tiene
abrochado el primer botón del blusón, el que tapa la nuez en el cuello; el
resto, abierto. La camisa, de color crudo; muy limpia. El pantalón, de pana sintética.
Manolo tiene la nariz aguileña; la barbilla afilada y el
pelo ya ajado. Manolo pudo haber sido un modelo para un cuadro de El Greco. Entrecruza
los dedos delgados de unas manos
huesudas. Las manos están llenas de asperezas. Los trabajos del campo y los años han dejado su huella.
Enfrente las montañas se recortan en el cielo azul.
Por la cicatriz abierta en las lomas del Chopo… Manolo, le digo, por allí viene
el AVE. Hijo, me contestó, ¿tú no sabes que hace muchos años que yo no veo…? Yo
quiero mucho a Manolo.
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