El invierno se ha aquerenciado, como los toros
mansos, en tablas. Ha metido atrás los cuartos traseros; de ahí no se mueve. Hace
amagos de arrancarse, pero cuando lo hace, y sigue el vuelo del capote que lo
cita, al momento vuelve, otra vez, al refugio seguro de la madera que le da
cobijo.
Los chaparrones arrecian, a ratos, desde hace un par
de días. Dice el hombre del tiempo que todo viene de unas borrascas profundas
que nacen en el Atlántico y que barren la Península con impulsos fuertes
dejando en algunos sitios un agua bendita que pone el campo de cine, pero no de
cine de Hitchcock donde todo era suspense y miedo; no.
No he visto todavía las golondrinas; no han llegado
tampoco las tórtolas. Deben andar con los trámites aduaneros del tiempo, y
aguardan, al otro lado del Estrecho, que esto se asiente un poco. La espera ya
no es larga; apremia la urgencia. Alguien dirá: “una golondrina no hace
primavera” pero sí están por aquí, la primavera está más cerca.
El campo, precioso; tiene bendición de Dios. Su mano
ondula los trigos. Ya despegan un par de palmos del suelo. Es una alfombra
continua. Los habares llenos de flores cuajan en vainas; apuntan los tallos
tiernos en los olivos; están encendidas de rebrotes nuevos las huertas. Cantan los pájaros al
amanecer…
Los frutales
¿qué les digo de los frutales? Parece que han tenido un pique con la floración
de los almendros y como los niños en la feria cuando el hombre de las ‘cadenitas’
preguntaba ‘¿queréis más’? y nosotros, con una sola voz, que se oía hasta donde
Cristo dio las tres voces, decíamos “Síííí…”
A ratos se abre el cielo. Las nubes se van para otra
parte. Los perfiles de las sierras se recortan en el horizonte; el castillo, en
su sitio de siempre. Álora está hoy más blanca…
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