En la sierra de Abdalajís se da la vuelta el viento.
El que viene de la campiña trae la cara curtida por el frío en invierno. El
viento que viene del norte es duro. Arrecia por las noches. Se hace señor del
campo. Campea a su antojo; ondula los trigos.
El que sube de la mar – la mar de Ulises, de sirenas
embaucadora y traíñas de redes que pescan azules y espumas – trae sabor a brea.
La gente del campo sabe que el Levante se arranca sobre el mediodía. “Ya están
aquí las malagueñas…” Mueve las nubes y deja que se queden todo el rato que
quieran por el cielo….
El río echa por el camino de en medio. A un lado la
sierra de Valle; al otro, Las Mesas de Villaverde y la Sierra de Aguas. Fuentes
que manan sulfuro y le dan ese otro olor tan suyo, tan propio…
Le dice adiós
a las aulagas, a los espinos, a las
flores con ribetes de oro viejo. Laderas de piedra cortadas en hendidura. Un
sendero de huertas, vergel sensual de perfumes en primavera; alfombra verde en
los días de estío que le acompaña en su camino natural hacia el mar.
El río se abre en meandros. Va lento; despacio. No
tiene prisa; deja que pase el tiempo. Se viste de vegetación de ribera:
fresnos, chopos, tarajes que le pierden el respeto a su cauce, cañaverales en
las orillas.
Álora lo ve que viene de lejos; lo mira desde una
atalaya de privilegio. Tres palcos de plaza de primera: el Cerro de las Viñas;
el Cerro del Calvario; el Cerro de las Torres. ¿Por qué tres cerros? Para no
quitarle protagonismo al alfa que predomina: El Hacho.
Dice el diccionario que ‘hacho’ – entre otras cosas
– es un lugar desde donde se ve el mar. Marilina se apostó con ese ojo que ve más
que nadie y los puso a cada uno en su sitio. El cielo azul, el monte Hacho, los
tres cerros y como de puntillas, como esos niños que quieren ver la procesión –
la procesión de vida que baja por río – el pueblo. Y sigue su camino el río
nuestro…
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