19
de septiembre, jueves. Era verano,
como el del cuento de Ana María Matute, cuando supe de esta mujer y de su
manera de escribir. Andaba por Benagalbón, en la Escuela Hogar la Marina, en
uno de esos cursos a los que uno se apuntaba llevado por la inquietud y por ese
afán de saber, de descubrir lo desconocido, de… ¡qué se yo!
El
profesor llevó a clase un texto de Ana María, Los chicos. No conocía –
no sé mis compañeros – gran cosa de ella. Nos repartió unas hojas impresas con
el cuento. Después, lo comentaríamos…
Comenzaba
así:
Eran
cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban
quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta,
cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la
carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo
alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las
pezuñas de los caballos.
Después,
he sabido que ese cuento era la realidad vivida en Mansilla de la Sierra donde
con cuatro años gravemente enferma fue a casa de sus abuelos para curarse en
aquel rincón de La Rioja. El cuento fue vivencia de otro verano. Duro, real,
fuerte.
Se
construía el pantano de Mansilla – que lo anegó y forzó levantar un pueblo un
poco más ‘arriba’- diseñado en tiempos de la República en el río Najerilla -.
Ella, de niña vivió la terminación de las obras en la posguerra.
No
supo de la dureza que, además, se encerraba en la construcción de aquella
presa. Un grupo de hombres condenados a ‘redimir la pena’ (¿?) prestando la
entrega de su trabajo. Sus familias, instaladas en chabolas y covachas les
habían seguido; los niños con ellas. Mal vivían en las cercanías del pantano.
Cuenta
Ana María como uno de aquellos niños – el más pequeño – fue maltratado y
golpeado por el matoncillo del pueblo, ¡que valiente! cuando una tarde
regresaban desde el río hacia sus cobijos. Al finalizar el atropello dice:
Súbitamente
me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un
pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de
oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.
Nosotros,
entonces, asistíamos a una escuela donde en el recreo nos daban leche en polvo
o un trozo de queso americano… Ahora, en el Instituto Cervantes de Madrid, se
ha abierto una exposición para celebrar el centenario del nacimiento de Ana María (1925-2014)
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