20 de septiembre, viernes. El
pueblo despierta temprano. Con las primeras luces del alba se echan a la calle
los que van a trabajar fuera. Los coches pasan raudos. Van con prisa. Cinco
minutos más de cama y… ¡el tiempo! Siempre luchamos contra el tiempo.
Un poco más tarde se despereza
eso que llaman vida. La gente acude hacia las consultas del Centro de Salud; los
niños, a los centros escolares. Unos, con ganas; otros, a remolones. Algunas
madres – cargan con la cartera – los llevan de la mano; otros, caminan unos
pasos por delante. Gente que va y viene, de algún sitio a alguna parte.
Palomas en el alero de un
tejado; la mujer de Pacheco vende cupones en la puerta de la iglesia de la Vera
Cruz.
- La veleta apunta a levante.
No hay agua.
- Eso – le digo – pienso yo,
también.
Están ocupadas las sillas de
los bares que sirven desayunos en la plaza. Casi la misma gente de siempre. Comparten
rato en torno a la mesa. Hay, también, quienes toman el primer café mañanero,
solos…
Voy sin rumbo. Sale de una casa
un chaval joven: mochila a la espada. Por la hora, edad y atalaje tiene pinta de
ir a alguno de los Institutos…
- Buenos días. (No me contesta.
Tampoco me sorprende)
Sigo calle delante. Voy por el
centro de la calzada. Viene un coche; me aparto en la acera; cuando pasa,
vuelvo a la calzada. Sigo camino. Una mujer madrugadora limpia el polvo del
enrejado de la ventana… Cuando estoy a su altura:
- Buenos días. (Tampoco
contesta al saludo. Pienso que no ha debido oírme)
Las puertas, cerradas. Casi al
final de la calle, en sentido contrario, una mujer de las que antes estaban en
las esquinas…
- Buenos días, le digo.
-Buenos, días me responde.
Subo a Uriquí. La vista del
pueblo, soberbia; el cielo, entoldado. En la lejanía, bajo nubes, la sierra de
Mijas; a media distancia, el Hacho de Pizarra. Del pueblo sube un ruido sordo.
A la izquierda, la cúpula
rojiza del reloj del Ayuntamiento diseñada por un capitán de la Guardia Civil
inspirado en la Puerta del Sol de Madrid. A la derecha, se desparrama el
pueblo. Algunos de los templetes que remaban casas de cierto empaque están casi
minimizados por las chapas. En su sitio, separado, el castillo. Otea los
vientos y al tiempo.
Me acuerdo de los versos de
Juan Ramón. “Se morirán
aquellos que me amaron; /y el pueblo se hará nuevo cada año; /y en el rincón
aquel de mi huerto florido y encalado, /mi espíritu errará nostáljico…”
No hay comentarios:
Publicar un comentario