28 de septiembre, sábado. Desde la lejanía, el Valle de Abdalajís es impoluto. Recostado al pie de la mole de piedra caliza. Gris, la piedra; blanco, el pueblo. Hay dos formas de mirar a los pueblos. A saber: desde dentro paseando sus calles, y desde enfrente. Al final serán un todo distinto a la primera impresión.
Entra por el viejo puente de hierro sobre el arroyo de las Piedras. Se construyó en la segunda década del XX para salvar el cauce y para dar ocupación en un tiempo en que el trabajo escaseaba casi tanto como el pan.
Unos faroles de corte modernista aportan sensibilidad y buen gusto. Por debajo corre el agua, - cuando el tiempo lo permie - limpia y clara, sobre los cantos, como grandes panes, redondeados por la erosión y a la espera de un horno que no llegará nunca.
Veneran al Cristo de la Sierra, a San Lorenzo y a Madre Petra -que va camino de los altares- algo lento, eso sí, por lo del dinero que se precisa para estas cosas y, mueve el papeleo..., ya sabes. Fundó casa para acoger a los viejos a los que no quería nadie. Y les dio cobijo y cariño.
Junto a los lavaderos, cuando yo, me encontré con un pastor que por un casual bajaba de la sierra y le pregunté por el arroyo del enfrente.
- El arroyo del Búho.
Y
de corrido, el hombre siguió hablando y me dijo que se conoce, también, por el
arroyo de ‘Pedro López’, por un cortijo que hay allí, “por debajo de las peñas
aquellas” - me señaló - ¿lo conoce usted?, y la casa que hay un poco más arriba
‘Santaella’ y, la otra, de Juan Martín, y la que “asoma por cima de los olivos
es la mía y de usted, ¿sabe?”
-
Muchas gracias.
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