13 de septiembre, viernes. Cuando
el hombre se levantó aún no había amanecido. Se bajó soñoliento de la cama. Una
mariposa de luz tenue, mínima, encendida toda la noche prolongaba las sombras
en el pasillo. El hombre cogió la ropa de la silla y se vistió. Se calzo; bajó
las escaleras sin hacer ruido.
En la cocina encendió un
candil. Con un gancho movió la torcida, la empapó de aceite. Encendió la candela.
Su mujer venía detrás y avivó las ascuas; puso la cafetera. Cuando estuvo el
café lo bebió de un sorbo. No comió nada. A media mañana picaba algo; recién
levantado, no. El hombre fue a la
cuadra. Del establo salía un vaho caliente.
Le puso la jáquima a uno de los
mulos. Lo sacó al corral. Lo amarró a una estaca de la pared para que el animal
no se moviese mientras lo aparejaba. Luego le puso el cerón. En un cujón, un
cantarillo mediano con agua; en el otro, sacos para la aceituna y la talega con
la comida. Entró a la casa y de la alacena del fondo cogió las viandas. Su
mujer faenaba y preparaba algo para los niños que dentro de un rato irían al
colegio.
El hombre se subió en mulo.
Sobre los hombros se echó la pelliza. El viento frío de la mañana congelaba el
aliento a modo de humo blanco que salía de la boca con la respiración… En el olivar,
desaparejó el mulo y con una soga larga lo amarró al tronco de un almendro
seco. Después, del algarrobo bajó la vara de álamo blanco. La había cortado en
la menguante de marzo antes del rebrote de primavera. La secó entre las canales
del tejado durante el verano.
Ya se veía. El hombre comenzó a
varear los olivos. Siempre tres, cuatro, dependiendo del volumen y de la
cargazón en la copa. Quería tener recogida la aceituna para la Purísima porque
venían días muy cortos y el frío. Cuando
llegó el mediodía, paró la recogida, abrió la talega. En una fiambrera llevaba
tomates fritos y tres trozos de morcilla; en otra, queso en aceite; unos
arenques, un trozo de carne de membrillo envuelto en papel de estraza, dos naranjas de calabacilla y un cuarterón de
pan.
Solo comió un trozo de
morcilla. Sabía que cuando llegase a la casa los niños hurgarían en la talega y
con el pedazo de pan que también, adrede, venía de vuelta, ellos se lo comerían
como el manjar más exquisito que se podía soñar…
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