27 de septiembre, viernes. Aquella
ciudad fenicia fundada como colonia a orillas de la mar azul, un montón de
siglos después, está de moda. En un tiempo vinieron de tierras lejanas a buscar
sus productos; ahora, el reclamo es el buen clima, el buen comer y el agrado de
la gente.
Dicen los papeles viejos que se
pueden acumular tres mil años de historia, año más o año menos, como nos solía
repetir, cada vez que había ocasión, el añorado y querido maestro Alcántara.
Después vino Roma y como se
suele decir “algo tiene el agua cuando la bendicen” y se asentaron aquí.
Dejaron un teatro, un montón de ruinas esparcidas que afloran cuando entra la
reja del arado o cuando una obra con cierta profundidad hace que los cascotes
vuelvan a salir a la luz del sol. Quintas romanas en el campo, tumbas donde
buscaron para sus cuerpos el reposo eterno, y la Lex Flavia Malacitana de la
que se habla muy poco.
Los árabes encontraron en esta
tierra un acomodo extraordinario. A cambio nos dejaron costumbres, vocabulario,
modo de entender la vida y ese no sé sabe qué pero que nos hace que sepamos
apreciar el olor de los jazmines las noches de verano… La Alcazaba – fortaleza
y palacio – era algo así como la biznaga que es “más que una flor y menos que
una estrella” y ella, la alcazaba, ese lugar idóneo para ver en las tardes
limpias de verano, los veleros en la bahía y al otro lado del mar, la
cordillera del Atlas.
Tras la toma de la ciudad por
la Corona de Castilla vinieron tiempos duros. En ocasiones represión y guerras.
Dolor, salida de los moriscos que no querían la imposición de religión y lengua
y luego, la expulsión.
Durante el barroco en Málaga
comenzaron a tomar cuerpo algunas construcciones. La más esplendorosa, la
catedral de la Encarnación. Por cierto, ahora van a reparar su techumbre y
todavía no ha habido tiempo para terminar sus torres. En Málaga, dicen que
somos así. “madre para todos y madrastra para mí”.
El siglo XX tuvo muchas
sombras. Un crecimiento anárquico, un desarrollismo desaforado. Crecía y crecía
en la mediocritud de una ciudad de provincias olvidada. Se destruyeron barrios
enteros y aparecieron bodrios de construcciones que ahogan a sus moradores sin
parques, sin aparcamientos…
Ahora en XXI, la cosa parece
que se ha disparado – el Guadalmedina es la cicatriz con muchas palabras y
pocas soluciones – y la afluencia de gente de fuera ha llegado a tal grado de
voracidad que los malagueños parecemos gente rara en el por calle Larios.
Podemos morir de éxito, podemos caer en la peor de las ignominias como es el
perder la identidad… ¡”Cosas veredes, amigo Sancho”!
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