martes, 12 de marzo de 2024

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Los Montes, en la llanura...


                    


 

12 de marzo, martes. La mañana soleada, el cielo limpio. Era una mañana de invierno vestida de primavera. Por el aire venía olor a marisma y a pinares cercanos. Uno, guiado por una mano amiga, llega a un lugar insólito. Tan insólito que hasta el nombre suena a distinto, a raro. De entrada, no son montes en el sentido geográfico de la palabra. La llanura en este caso, es ¡la Marisma! Doñana a un lado; la Puebla del Río a tiro de mirada y enfrente eso que en un tiempo fue el Lago Lagustino…

Se cierne la sombra de Tartesos. Brisa ahíta de sal del Atlántico. Alguien diría que sube por el río. Por el río han subido también culturas y se han ido muchos sueños. El río es consustancial a la marisma y el río es santo y seña de muchas cosas. ¿Se lleva también el amor el río?



Los Montes, en este caso es una hacienda palacio. Viene de alguien tan lejano como Felipe IV, aquel de quien Quevedo dijo que era “como los hoyos, más grande, cuanta más tierra le quitaban” por la manera de celebrar las dolorosas derrotas que tenía el Rey y su corte con el conde-Duque de Olivares, don Gaspar, como quien más mandaba en el reino.

Dicen que el palacio fue el lugar para el reposo de las cacerías de su Majestad. Tierras entonces lejanas y tan planas, que hay quien afirma que un tsunami barrió de ellas a la civilización tartésica que se alejó tierra adentro hasta el sur de Extremadura. Esto solo es una hipótesis. El palacio – para soñar-  propiedad de la nobleza, una realidad.

Un recinto amurallado encierra tesoros del arte decorativo y arquitectónico. Jardines, plaza de toros y salones a los que buscan utilidades que generen beneficios para mantener en pie una joya de esas características. Cuadros, tapices, tallas e incluso una capilla dedicada a la Virgen del Rosario con una talla – un Niño Jesús – de Martínez Montañés y un San Sebastián – patrón de la Puebla del rio – del siglo XIV.

Los aspersores regaban el césped que rodea el palacio; las enredaderas trepaban por las paredes; un limonero sobresalía por encima de la tapia y dejaban ver los frutos que a estas fechas del año ya muestra su color… Abandono el Palacio Hacienda Los Montes con dos sensaciones: he tenido una suerte enorme de admirar tanta belleza y, otra, no habría llegado allí nunca de no haber contado con manos que me llevaron como certeras guías…



 

 

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