7 de marzo, jueves. Ha llegado
al comienzo de la tarde. Es la música esperada; es más, la música deseada.
Tanto como cuando uno se encuentra en la orilla del bosque que sabe que nunca
será suyo porque es impenetrable y porque pertenece al destino, pero uno desea
escudriñarlo. Es ella.
Las ramas más atrevidas del
boque se asoman a la linde. Parece como si mirasen a ver si viene ella por el
camino. Y, entonces, sin que nadie lo sepa por qué ahora y no hace un rato
aparece ella. Tímida, casi imperceptible, casi pidiendo perdón por haber
tardado tanto en la llegada.
Ha pasado un hombre con ese
invento horrible que aparece los días de lluvia. Lleva en sus manos un
paraguas. ¡Hombre de Dios! ¿Cómo se te ocurre asustar a lo que más deseamos, a
lo que llevamos meses anhelando porque lleva en sí la vida?
Alguien dijo que los paraguas
son enemigos del viento. Se quedó, con todos mis respetos, a mitad de camino.
Son enemigos de la lluvia. Están mejor en su sitio, en esos paragüeros de
porcelana, de cobre de Lucena, de no sé qué demonios que ocupan su sitio en el
rincón que está detrás de la puerta y que casi nunca vemos cuando entramos en
la casa.
El Hacho se ha echado la
capucha. El Hacho es a nosotros como el ‘Pan de Azúcar’ a Río de Janerio; el
Gurugú a Melilla; el Monte Igueldo a San Sebastián; el Isasa a La Rioja; el
Moncayo a Aragón…
Se ha puesto la capucha de
pobre. No puede hacer bueno aquello de “cuando El Hacho se pone la mantilla,
suelta los bueyes y vente a la villa”. El agua del canalón de enfrente de
mi casa gotea como un tambor de desorientado que se desgajó de la banda que
acompañaba la procesión.
Desde mi ventana veo El Hacho
enfrente. El cielo, opaco. Me hace que vuele la envida hacia esos pueblos de
Andalucía como Moguer, la tierra de Juan Ramón, a la sierra de Huelva, a Cádiz,
a Sevilla donde el cielo ha sido generoso. Tan generoso que se ha derramado con
abundancia.
Ahora, cuando parece que se ha
ido solo me queda entornar los ojos y soñar con ese bosque oscuro e
impenetrable donde la lluvia es música y le concede el hálito del embrujo, del
encantamiento, del misterio. Casi nunca llega más acá del umbral de nuestra
puerta. El viento ha dispersado ya las nubes. Ahora solo concede que la lluvia venga
de la mano del deseo y del sueño…
No hay comentarios:
Publicar un comentario