26 de mayo, viernes. Desde los orígenes de la humanidad el hombre acudió a solventar
sus problemas básicos: preservarse de las adversidades, crecer, y sobre todo
comer. O sea, vivir.
Lo primero, sobreponerse a lo que le rodeaba. Viven en cuevas,
buscan lugares seguros y se procuran la comida. ¿Dónde estaba la comida? En las
raíces, hojas, tallos, aminales…
La cosa primera no quedó, obviamente, ahí. Todo evolucionó. Fue
la cosa, según períodos una lucha constante de superación. Era la ley del
esfuerzo. Primero el fuego; luego, la conservación; después el condimento.
No es cuestión de hacer una historia pormenorizada a través de
la Historia. El sibaritismo de Babilonia fue refinado por la cultura clásica de
Grecia. Roma le dio, además, el punto de la abundancia hasta tal grado que
llegaron a llamarlo orgías. No era cuestión ya solo de ‘comer’, era agregarle
algo más y entonces aparecieron bailarinas y música. El mundo musulmán agregó la
degustación en jardines, flores y noches de ensueño que ponían todo aún más
bello.
Cuando llegó la época de las comunicaciones, el mundo de aquel
tiempo amplió sus fronteras. De oriente vinieron las especias, es decir, más
sabor: la pimienta, el comino, curry, canela, jengibre, cúrcuma… Eran una parte
más de las mercancías que llegaban desde tierras lejanas.
El hombre no se paró. Cruzó la mar océana. No encontraron
Cipango y Catay. No. Encontraron un continente. Lo llamaron América. Desde un
Círculo Polar, el del Norte, hasta casi el otro, el del Sur. De allí trajeron
otros alimentos: patatas, tomates, aguacates, maíz, mangos…
La cocina, - los especialistas – en aderezar los alimentos... Todo
evolucionaba. En el siglo XVIII, la patata era una planta decorativa; en el XXI,
un alimento básico en la alimentación de la humanidad. Hay profesionales que
han rizado el rizo y de algo tan simple como un tubérculo, han hecho una obra
de arte en la degustación.
La cocina ha evolucionado de manera asombrosa. En rincones
recónditos, apartados – “¿cómo estaba esto aquí y yo sin enterarme”? Alora se
asoma cada mañana, casi de puntillas, a su vega fértil por donde el río se va
para la mar que no se ve, pero se intuye en la lejanía. En su suelo, profesionales
increíblemente creativos. Se llaman
Abilio Pedro, en los fogones (“Entre los pucheros anda Dios´”, escribió Santa Teresa);
Gregorio, en sala e Isa en la discreción del buen hacer. En honor de sus padres,
“Casa Abilio”, Callejuela de Padilla, esquina con Erillas. … No
acercarse a ellos es una tardanza imperdonable. Es el Sancta Sanctorum…
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