lunes, 7 de noviembre de 2022

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Jabárosvk



           Jabárosvk. Extremo Oriente. Siberia

 

7 de noviembre, lunes. El viajero recuerda que llegó a Jabárosvk al amanecer. Durante toda la noche había llovido copiosamente. Cuando el tren paró en medio de chirridos metálicos, estridentes, en una estación inmensa, no llovía. La región soportaba los últimos envites del monzón de verano. Era mediados de agosto.

Durante la noche, cuando el tren aminoraba la marcha o en alguna parada breve en un lugar perdido en la oscuridad, en los cristales de las ventanillas se agolpaban las gotas de agua que se unían a otras.

Con las primeras luces el viajero vio cómo estaba el bosque empantanado. El agua cubría hasta la mediación los troncos de los abedules, de otros árboles y hasta casi las puntas más elevadas de los carrizales.

Jabárosvk está en la confluencia del río Amur con el Ussuri, en el Lejano Oriente. El viajero conocía que aquella era la última etapa, o sea, estación término, después de haber pasado siete husos horarios desde Moscú en el Transiberiano porque como occidental él no tenía permitido llegar hasta Vladivostok a orillas del Pacífico…

Vio que la estación era enorme. Una guía de la Intourist recogió al grupo de españoles, poca más de la docena, y lo llevó hasta un autobús que lo trasladó al hotel. Jabárosvk es una ciudad – eso le contó la guía en un español correctísimo – relativamente joven. La habían fundado en 1850 y fue un asentamiento de cosacos que habían luchado con los chinos del otro lado del río…

-      ¿Éste es el río Amur? preguntó, el viajero.

-      El Amur y el Ussuri que se unen aquí, contestó la chica, rubia, esbelta de ojos azules y piel muy blanca…

Les explicó que desde el siglo XVII los cosacos rusos habían querido apoderarse de la región y al final se asentaron en la margen izquierda. El autobús avanzaba por calles enoremes, el viajero asumía que allí todo era grande: las avenidas, los cruces, las plazas, las calles, los árboles, las estatuas….

Sabía que, en una orilla, estaba Siberia (la tierra dormida); en la otra, China. Más de doce kilómetros de aguas las separaban. La bruma de la mañana se levantaba lenta, perezosa. En la lejanía, difuminaba por la niebla, el otro coloso, China. Se elevaban las montañas. No se podían percibir los detalles… El viajero pensaba en aquellas personas a las que tanto quería y que nunca podrían compartir con él el gozo que sentía en aquel momento…

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