Casa de La Toscana (Italia)
20 de noviembre, domingo. Hace
unos días me invitaron a comer en su casa. Mis amigos viven en un lugar
privilegiado. Tienen una casa preciosa recostada en la ladera, entre la cumbre
y el río que hace meandros, entre una vegetación de ribera, en la vega. Mis
amigos han habilitado una casa antigua. La han reformado con un gusto exquisito.
Los detalles ponen las pinceladas oportunas. Cada cosa tiene su sitio. Han
sacado todo el partido posible a los lugares más pintorescos, a los rincones
con encanto, a los espacios únicos.
La casa de mis amigos está bajo
un cielo espléndido. Fue lo primero que admiré cuando llegué y traspasé la
cancela de forja. La casa de mis amigos – ustedes me dirán que todas las casas
tienen un cielo – tiene un cielo diferente. Diáfano, abierto al horizonte, a
los espacios libres por donde transitan las nubes, los pájaros y el viento. En
la lejanía, las montañas recortadas en el horizonte ponen ese punto tan
especial y al que nosotros lo llamamos paisaje.
Mis amigos tienen la suerte de
vivir en un museo hecho por hechos. Impera el buen gusto. Allí no sobra ni
falta nada. Manda el arte en todas sus manifestaciones: pintura, escultura,
cerámica, forja, objetos que en algún otro lugar uno se preguntaría que para
qué… pues allí, en su casa, no; allí ocupan el poyete del porche, el testero
adecuado, el arriate oportuno.
Desconozco si ellos son
conocedores de todo lo atesorado entre las paredes blancas y bajo el tejado
pardo de teja moruna de su casa. El mobiliario conserva el sabor de lo antiguo
restaurado, bellísimo. Lo han dotado, además, con el sello propio de quien sabe
qué quiere y por qué lo quiere.
Mis amigos tienen una librería
excepcional. Miles de libros. Ediciones esmeradas, libros antiguos… Probablemente
– es más estoy seguro – desconocen el número de volúmenes que se cobijan en los
anaqueles de sus paredes. La biblioteca principal – otras habitaciones también
llenan sus testeros con libros – tiene unos amplios ventanales. Entra la luz.
Uno solo tiene que alcanzar la obra y entregarse a la lectura o a admirar el
paisaje abierto al otro lado de los cristales.
A veces el azar proporciona
sorpresas. Un día cualquiera, inesperado, en un lugar diferente… Es el momento
de recargar las pilas, de sentirse agradecido a la hospitalidad y a la vida que
lo llevó allí para admirar tanta belleza.
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