19 de noviembre, sábado. En
Ponferrada subieron al tren un vendedor que pregonaba mantecadas de Astorga y
un mendigo que parecía escapado de una obra de Valle-Inclán. El mendigo recitó
una letanía larga e ininteligible y después pasó la mano ante las miradas
indiferentes y distantes de los viajeros. Fuera, al otro lado de la ventanilla,
montañas grises de carbón formaban pirámides con la escoria. Los ríos tiñen de
color oscuro sus aguas.
Avanza el tren entre una
garganta y el Sil que se vez en cuando se retrae en presas de hormigón y ofrece
una imagen de lago sucio y tranquilo. El cielo entoldado da una imagen de día
triste y apocado. El cielo está plomizo y compactado. Es un cielo uniforme sin
aristas de nubes que se columbran.
Entre bruscas que dejan gotas
de agua en los cristales de la ventanilla, por un momento apareció el sol y dejó
que se vean aldeas de piedra recostadas en la ladera, cercanas a la vía o junto
al río. En las estaciones suben y bajan hombres recios que llevan niños de la
mano. Y mujeres con cestos en el brazo.
Las mujeres visten de negro, como de un luto perpetuo y llevan el cesto
viandas para los niños: pan oscuro de centeno, un trozo de lacón, chorizo,
tortilla y empanada troceada.
Junto a la ventanilla, una
adolescente con uniforme de colegiala, que estudia en León y se llama Rousa, ha
contado al viajero, hasta la Rúa-Petín – donde vive y a donde regresa de
vacaciones – las asignaturas que le gusta y las cosas de su colegio.
Por la sierra del Caurel ya ha
anochecido. En la lejanía las sombras se proyectan o se alargan como fantasmas
esperpénticos o como fantasías creadas que se ven alejarse desde el tren. Al
llegar a Monforte de Lemos es noche cerrada y llueve copiosamente. Llueve con
esa poesía que solo aprecian los que habitualmente residen fuera y no soportan
las durezas del clima propio. Llueve con ese encanto del que aprecia caer las
gotas, unas tras otras, detrás de la cristalera de la estación que está, a
estas horas de la noche casi vacía.
En San Pedro donde vuelven a
encontrarse tren y río, antes que el Sil una sus aguas al Miño que viene desde
las tierras altas de Lugo, hacen bueno el refrán: “El Miño lleva la fama y el
Sil el agua”.
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