viernes, 20 de agosto de 2021

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Personajes: el Veneno

 

 

                                      


Juan el Veneno, era bajito, delgado, enjuto, con los maxilares pronunciados, o sea chupao, y la barbilla saliente. Tenía la nariz puntiaguda tirando a aguileña, la boca grande. Entre la comisura de los labios, un cigarro semiapagado; el pelo liso caía casi hasta los hombros. De conversación poco fluida, casi siempre contestabas con monosílabos.

Juan el Veneno vivía en la Calle del Viento, al final de la de Juan Naranjo, a la derecha, conforme se une con la de Erillas que bajaba, entre calzadas sin barandas, hasta el Chinar y el Cerrillo de Poco Pan. El Camino de los Reyes aún no se llamaba así y eso era como salir a un terraplén.

Tenía su ‘puesto’ de ventas, o sea, un carrillo de una sola rueda y con dos salientes como asideros. Era uno de esos carrillos que los albañiles dejan arrumbados cuando acaban las obras y no les merece la pena llevarlo hacia otra nuevas que emprendiesen.

La puerta de la iglesia de la Vera Cruz, en la esquina del Camino Nuevo, como lugar de tránsito para parte de la población, era el sitio adecuado para ofrecer la mercancía que todo, aunque no tuviese un sello marcado, era autóctono. Sin él saberlo, estaba implantando el ‘comercio de cercanías’

Vendía lo que daba el tiempo. Siempre, ‘arreglado a la choza, es el guarda’, con las mínimas existencias, a saber, una jaulita con hortalizas: tomates, pimientos,  berenjenas moradas, si era verano. Por invierno, ofrecía naranjas cañadú – los más finos las conocían como ‘granos de oro’ -, chinas que eran fuertes como las llamas y algún puñado cajeles.

En un pañil exponía un puñado de castañas si era tiempo; caquis maduros que chorreaban gotas de azúcar por entre las grietas de su piel, un puñado de lechugas o acelgas, unos manojos de espárragos... Algunas veces, en saquitos de plástico tenía nueces y pacanos que nosotros como no entendíamos de las nueces de California ni de pacanos, las llamábamos nueces ‘gordas’ o ‘menudas’.

El negocio prosperó. El Veneno, junto al carrillo de manos, colocó un par de cajas de madera que servía de mostrador y encima media docena de palmitos. Un día, uno que pasaba por la calle, sin mediar ni palabra ni saludo, se dirigió al ‘comerciante’:

¡ “Veneno, que te vas a quedar con El Corte Inglés…”!


 

 

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