Los abejarucos aprovechaban las
corrientes térmicas. En el cielo, que a esas horas no está tan azul como a
primeras horas de la mañana, describían círculos concéntricos y, a veces, se
elevaban y otras bajaban hasta casi dejar que desde el suelo se divisase su
plumaje azul, amarillo, rojo, violeta…
En los charcos pequeños,
diminutos, junto al pilar del pozo, un enjambre de tabarros tomaba buches de
agua como solo pueden tomarlo esos insectos que revolotean en un vuelo sin
sentido. Era el agua que se escapaba resumida por entre las rendijas de una
obra vieja, de años, que nadie reparaba, pero que cuando la necesidad lo
mandaba, un hombre repellaba con una mezcla hecha con cemento y arena hasta
que, pasado otra vez el tiempo, se estropeaba. Era algo cíclico. Nunca se
terminada aquel arreglo de parcheo.
Era un pozo grande, profundo,
con agua de sabor diferente que solo tomaban las bestias que pasaban por el
camino en un descanso obligado. Zureaban
las palomas en el interior, con arrullos que el eco agrandaba y que, en el
fondo, cantaba que aprovechaban el fresco en esa horas tórridas donde se
refrescaban por pura necesidad.
En la costera de la loma,
alguna cogujada levantaba el vuelo. Era un vuelo entrecortado, abriendo y
cerrando la alas, cada vez que tomaba impulsos. Era un vuelo distinto a como
vuelan otros pájaros y emitían un sonido diferente que no se podía llamar canto
y sí una manera de anunciar que ellas estaban en un territorio que tenían como
propios. En la noches frías de invierno, por el contrario, se mimetizaban junto
a los terrones y buscaban el cobijo necesario contra el helor de la madrugada,
pero ahora, en lo más granado del final del verano, eran dueñas de los
barbechos que tenían por suyos…
Dormitaban los gatos a la
sombra de la parra. Todo en el campo estaba bajo un sopor denso, impenetrable.
Era un silencio impuesto, de esos que tardan en romperse. La naturaleza se
hallaba a gusto en el trascurrir de las horas lentas, muy despacio, sin la
prisa que el reloj tiene en otros momentos del día.
No circulaban los trenes, no
pasaba nadie por el camino. Todo era lento, plomizo en la siesta. A lo lejos,
se escuchaban los gritos de los niños que chapoteaban en la alberca junto a los
olivos viejos…
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