Cuando avanzaba noviembre
llegaban muchas cosas; se acaban otras.
Ya no había golondrinas en los cables de luz ni tórtolas en el pozo. Los granados dejaban una alfombra de oro viejo
bajos sus ramas. A los granados les entraba el pelecho un poco antes de que
llegasen los primeros fríos.
Los granados de ‘diente perro’ eran los que más aguantaban. Las granadas ‘de
comer’ se terminaban antes. Mi abuelo
las metía en paja. Aprovechaba alguno de los rincones de la cámara. Les ponía
una capa en suelo; luego, las colocaba con cuidado sin que se tocasen unas
otras y les echaba otra capa por encima y así hacía una pequeña pirámide.
Las higueras también se
quedaban sin hojas; los nogales mantenían en los pimpollos las nueces retardías
que no habían madurado. Los niños no podíamos alcanzarlas. Algunas veces el
cielo se sembraba de piedras. Todas volvían al suelo; las nueces seguían en su
sitio.
Con noviembre llegaban las almencinas, frutos carnosos, de color
oscuro y semidulzonas. Eran los proyectiles perfectos que recorrían desde la
boca y, a través de un canuto de caña, el espacio preciso para impactar en el
cogote de alguien.
Los almeces son árboles
bravíos. Forman parte del paisaje. Los ejemplares más soberbios estaban detrás
de la Fuente de la Higuera y en el Quebraero. Los niños, cuando salíamos de la
escuela íbamos a darle ‘un repaso’. Casi siempre había algún perro amarrado en
las cercanías y avisaba al dueño…
Por las noches, en las
casuarinas se aposentaba una pareja de autillos. Emitía un graznido agudo. Las
personas mayores decían que les labraban a la luna; a los niños nos asustaban y
nos decían que llamaban al diablo para que viniese por los niños a los que no
les entraba sueño…
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