Dice el calendario que el año
ha tomado correndilla como los niños cuando jugábamos al pilla-pilla en el
recreo. Ve cómo asoma por el horizonte un montón de pastores. Bajan de los
montes. De los montes de Belén, claro, que son de arpillera y se aromatizan con
tomillo y romero. Bajan a un río de papel de plata que nace en una oquedad de
gandinga…
Noviembre es mes de muertos y
santos. Los santos que se fueron – porque les llegó su hora – y los santos que
aguantan la monserga de tanto ‘periolisto’ – porque, oigan son listísimos pontificando en las
tertulias sobre los tiempos que corren. Otros corren más que el viento por las
esquinas y han puesto un montón de tierra por medio. Ustedes me entienden.
Es tiempo de sementeras y
besanas largas con el surco abierto por el arado con la semilla dentro. Una
banda de bisbitas detrás en busca de bichillos que se asoman desde dentro de la
tierra.
Noviembre de tenorios asaltadores
de conventos y castañas en los hornillos. Una nube de humo en la calle. Otra
nube, de información, interrumpe los programas y da noticias en directo de
nuevos inquilinos en furgones camino de
Soto del Real.
Se adelanta la noche; ahora
llega antes aunque hace tiempo que la oscuridad entró en muchas mentes. No hay
viento que mueva los badajos, ni tocan las campanas de la torre, ni limpia
tanta telaraña crecida dentro.
Esta tardía la otoñada. La
lluvia llega a regañadientes como los malos escolares que no quieren escuela.
Va a permitir que nazca una capa tenue,
sutil, casi imperceptible de yerba en las cunetas de la carretera, en los barbechos
cuajados, en eriales de cardos y alcauciles y
tagardinas subidas.
Se han amoratado las aceitunas.
Piden molino, como el agua, la poca agua que entre cañaverales y juncos baja
por el río pide el mar, y España pide normalidad. Los olivos están preciosos;
doblados, arqueadas las ramas en reverencia a la madre tierra. Están preciosos,
también, los naranjos que enseñan los frutos coloreados y maduros con las
primeras madrugadas de frío.
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