“Esta noche hay cantaores”. Lo
decía la gente mayor. Al pueblo, a eso de la media tarde, solía llegar la Compañía. Venían en un autobús
diferente. Era más nuevo que el autobús que
tenía Rivero para el servicio del correo a la estación. Eran de esos autobuses que andaban por las carreteras de España de
entonces.
Los niños los veíamos muy
grandes. Estaban pintados con colores llamativos y en uno de los costados ponía,
con letras grandes y de otro color, el
nombre de la empresa y un teléfono. Tenía un tramado de herrería – latón, en
este casso - en el techo; a eso le llamaban ‘la vaca’. Siempre estaba llena de
maletas, maletas enormes y muy pesadas. Algunas venían amarradas con correajes
de cuero. En la parte posterior, bajo la ventana, estaba colocada la rueda de
repuesto.
Era gente extraña. Vestía de
otra manera a como vestía la gente del pueblo. Paraban poco tiempo. Tomaban café en algún
bar. Los mozos que los acompañaban llevaban las maletas al cine, que por
aquella noche, dejaba de ser ‘el cine’ y el Salón Moderno, que era su nombre, lucía
como muchacho que saca pecho.
El niño aquel supo, después,
mucho tiempo después, que entre aquellos cantaores venían figuras de las que
triunfaban en Madrid y en los grandes teatros de las capitales de provincias de
España y que, cuando pasaban por aquí, “estaban de gira”.
Y, una y otra vez, iban pasando todos: Canalejas de Puerto Real,
Porrina de Badajoz, Rafael Farina, Juanito
Valderrama, Manolo Caracol y una mujer guapísima, y de tronío y que se
llamaba Lola Flores…
El escenario del Salón Moderno
era espacioso. Al pie, y delante de la primera fila, un pianista arrancaba las
notas al piano desempolvado. Las teloneras, siempre chicas y con puchos, abrían
el espectáculo. Una noche, desde la primera fila a alguien se le escapó la voz
y un suspiro:
-
“Niña, enseña algo, que enseñas menos que don…”
El Salón Moderno perdió la
modernidad y el sitio. Fue parte de la historia escénica del pueblo. El Salón
Moderno tuvo unos empresarios, tanto en cine como en la programación de
espectáculos, excepcionales. Los Salas dejaron huella, santo y seña y algo que
quedó como poso del buen hacer. Un Salas, Tomás nos deleitó hace unas noches
con una conferencias sobre Luis Bello; otra Salas, Marisa, señora encantadora a
quien no veía desde hacía años, me saludó con cariño de siempre. Gracias,
Señora.
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