A media mañana el pueblo estaba
bajo un cielo azul y limpio. Ni una sola
nube. Al otro lado del río se
recortan los cerros que separan las cuencas de las agua que
vierten al Guadalhorce y las que van al Guadalmedina. A esos cerros que no son ni altos ni bajos los
llamamos ‘Los Lagares’.
El pueblo se perdió detrás de
la primera curva. La curva en la que estaba, cuando yo era niño, la casilla de
Leonor. “Desperté de ser niño / nunca
despiertes” escribió un día Miguel. Ahí, precisamente ahí, entonces, empezaba el campo.
Ahora, el pueblo se ha hecho más grande y desde esa
primera curva de la carretera hasta el Quebraero han levantado bloques de pisos, y casas, y una bodega, y hasta una gran
superficie hermana de otras que se extienden por toda España y que pone sus
letras en color verde.
El nogal de la curva grande ya ha comenzado a despojarse de sus hojas. El
nogal deja el ropaje del verano; muestras sus ramas sin hojas. Los árboles de
hoja caduca, en otoño pierden el pudor y
muestran desnudas sus ramas y las deja que las acaricie el viento…
Por la lejanía, por la tierra
de lomas onduladas que que casi no
verdeguean porque no les ha venido el
agua del cielo pasa un tren moderno. Es
el AVE. Son trenes de una velocidad deslumbrante. Cruzan raudos. Las distancias
ya no se miden en kilómetros sino en tiempo. Dicen que Madrid ya está a tres
horas menos cuarto; y Zaragoza, a cinco; y, Barcelona, a seis…
Un grupo de hombres mayores camina
despacio. Se tocan con gorras de paño; llevan en la mano bastones… Hablan entre
ellos. Dejan que todo sea una sucesión de horas. Un día aparcaron la prisa.
Pasa dos ciclistas; se hablan con la voz entrecortada. Mujeres; gente joven. La carretera es un hervidero. A
lo lejos espera, como cada día, el pueblo bajo un manto de Vía Láctea derramada.
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