Los niños nos acercábamos al
confesionario. Nos decían que hacían falta cinco cosas para hacer una buena
confesión. Yo siempre tenía una duda; se imponía a las demás. “Dolor de
corazón”. A mí en aquel tiempo – ahora, tampoco, o al menos, eso creo – no me
dolía el corazón. Me creaba un problema enorme. Don Prudencio se reía y se
reía…
Después del Concilio, el
Vaticano II, cambiaron muchas cosas en la Iglesia; insertaron otras. Les cuesta
pero cuando lo hacen… No hay nadie que se adapte mejor. Modificaron y, a partir de entonces, era “dolor de los
pecados”. Pero tampoco me dolían los pecados. Siempre he sido un díscolo; me
gusta ir contra corriente. Ya saben, todo lo buenos está prohíbido, es inmoral,
o engorda. Cosas que pasan.
Se dice que hay quien tiene durezas en el corazón. Yo
no tengo una barita, ni un termómetro, ni ningún chisme raro que pueda
cuantificar ese tipo de dolencias. Si veo algunos comportamientos que son algo
raros o al menos me lo parecen y, en el fondo, puede haber alguna dureza en
corazón.
Dicen que la vida hace a las
personas duras ante el sufrimiento, ante el dolor que viene y no tiene explicación, ante unas
situaciones a las que por más vueltas que se les da en el pensamiento, no se encuentra
el ´porqué’. En esos momentos parece que surgen aldabonazos en el interior de las conciencias.
Estamos estos días sumergidos
en una vorágine de acontecimientos, de declaraciones, de manifestaciones, de comportamientos,
de desconsciertos... La dureza de corazón no es un hecho congénito. Debe ser el
andar los caminos de la vida los que marcan, como se marcan las señas en los
lomos de las reses los que impulsan a comportarse así.
Y, pregunto yo, cuando suceden cosas como las que ocurren uno se queda sin
palabras, desorientado. La televisión informa que un padre ha degollado a su
hija pero es que, además, tenía solo dos años. Dicen que como venganza. ¿Esto qué es? ¿Dolor de corazón?
Con un poco de misericordia se le puede llamar locura, porque para otro nombre…
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