Amanece. Ya está aquí la Luz de Dios. El sol aún no
llega a un palmo sobre el horizonte. Sube despacio, lento, sin bulla. No está
quieto. Se abre paso entre la bruma de la mañana. Es una bruma gris, rosácea,
anaranjada como si le hubiese arrebatado parte del color a los naranjales de la
vega.
Están en la penumbra los
árboles de la ribera. El río es un espejo donde se ven la cara antes que la luz
lo inunde todo y se apodere del campo, ese campo que se despierta, poco a poco,
entre los trinos de los pájaros que dentro de nada se irán en la búsqueda de
su sustento.
El río viene con el agua en
calma. El río, también, se despereza a esas horas en que todo está entre la
penumbra y la luz. El río se abre en la marisma; se recrea. La llanura lo
acaricia antes de su entrega, de lleno, en la mar, “que es el morir”.
Viene de lejos. De tierras de
sierras con pinos y aires de silbos en las noches de otoño. Cruza, luego, entre
olivos, y ve cómo se han arracimado las aceitunas para formar collares de pulpa
carnosa en sus ramas. Dentro de poco
serán ungüento sagrado cuando la piedra del molino las lleve al sacrificio.
Más abajo las huertas de
naranjos le dan aromas de azahar en abril y verdor en las siestas asfixiantes
del estío. Son árboles generosos. Desde su interior, cuando llega su tiempo, sus
frutos colorean entre las hojas protectoras del rocío mañanero.
Ahora, en la fotografía no se
ve el campo; se intuye. Solo se ve el río; el río que acaricia y besa. El agua
fertiliza la llanura; crecen los
arrozales. El río da vida a las garcetas bueyeras y a todas las aves que se vienen a su suelo
para cumplir el ciclo vital y a esos toros imposibles que comen margaritas en primavera y nunca van a
tener los ojos verdes. Amanece. Solo un palmo sobre el horizonte… Se abre, poco
a poco el día.
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