Tenía – porque ya no se espera
nada – nombre bíblico. San Juan. Lo de A.R.A. no sé lo que es. Tampoco importa
demasiado. Desconozco si el San Juan era
por el que vestía de saco y decía que detrás de él venía uno a quien no era
digno de desatarle la correa, o el otro, el que preguntó quién era el traidor.
Da igual.
Era un barco. Bueno,
exactamente un barco, no; era más que un barco. Era un submarino que son los
barcos que juegan con dos barajas. Van por encima del agua y cuando les parece
bien se van a las profundidades. A eso se les llama sumergirse o inmersión o algo
por el estilo que conocen tan bien Pérez Reverte que es quien más sabe de
barcos entre los escritores vivos y la gente de la mar.
Lo cierto es que los submarinos
no tienen ventanillas para ver cómo los delfines navegan con ellos y les
anuncian que están en aguas que nos son suyas. Esas aguas pertenecen a los
bichos de los océanos.
Cuando se meten en las
profundidades, tampoco. Ahí los bichos tienen otros nombres. Algunos son muy
grandes. Tienen bocas con unos dientes – porque ¿los tiburones tienen dientes o
dentaduras? – que asustan y dan miedo de verdad.
La cosa apuntó mal desde un
principio. El submarino argentino salió del sur, muy al sur. Navegaba hacia el
norte y dicen las informaciones que su destino era Mar del Plata. Mar y Plata.
Preciosos nombres. Góngora llamó a la mar “cerúlea tumba”.
Ha tenido mucho de lo segundo.
El barco, bueno el submarino, anunció a base que tenía una vía de agua y que
había un incendio. No hicieron caso. Ni mucho, ni poco. Ningún caso.
El A.R.A. San Juan está perdido
en las profundidades. Los familiares dicen que su conservación era nula. Se
había ‘desorientado’ el dinero – ese en
tierra – destinado a su mantenimiento. Eso de la corrupción no conoce
fronteras.
Lloran desesperados. No han
llegado a su destino; no van a llegar nunca. Me aterra pensar en la angustia de
ese puñado hombres y una mujer atrapados dentro. Que la Virgen del Carmen le
haya ayudado en esta angustiosa singladura…