El Barranco mira al pueblo desde enfrente. Está ahí,
en su sitio, recostado en la ladera por la que la sombra del castillo se
prolonga y baja y llega como los niños que jugaban “a pata coja”, en esas horas
en que los niños se lo inventan todo, para salvar el desnivel hasta la plaza y
luego…
¿Luego?, luego, el pueblo remonta otra vez el vuelo y sube y busca – siendo el mismo
– otro cielo.
El Barranco – o sea, ese pequeño Albaicín blanco y nuestro – es un vericueto de calles que se
entrecruzan. Suben, bajan, llanean. Se paran aquí y allí; toman un resuello y siguen y vuelven a
empezar. El viajero mira, se asoma, ve y
se extasía con todo lo que sus ojos contemplan.
Una pared cercana corta el paso; la calle gira de
pronto; se va por otro sitio y, dice que por aquí, no; por allí, sí. Sigue su
curso, toma el destino que quiere, que para eso ese es su barrio y …
La luz de la tarde se viste de preguntas, de dudas, de enigmas cuando el sol ya se ha ido por el
Monte Redondo El viento puede aparecer por cualquier esquinar y, si ve a
alguien, se da la vuelta y juega al escondite por las esquinas. Se alargan las
sombras.
El lubricán es único. Se encienden las primeras
luces del pueblo. Las ventanas de enfrente
son ventanas lejanas. ¿Quién habrá detrás de esas ventanas? ¿Quién
pondrá barrera a los sueños ahora que se acerca la noche y todo se hace más
íntimo, más intricado, más de puertas para adentro.
Están en silencio. No hablan las barandillas. Son
barandillas de hierro barato, pobre. Son barandillas de un lugar donde no sobró
nunca nada. ¡Cuántas veces habrán servido de soporte firme a manos inciertas
que se asieron a ellas, como auxilio seguro, cuando flaqueó el cuerpo!
Reverbera la cal. No tiene humo el humero. Un
artilugio quiere esparcir los aires, como quien avienta malos recuerdos para que no revoquen dentro. Una mujer,
probablemente vestida de negro, pasó muchas veces la escobilla por el muro liso.
Dejó una impronta impoluta, como gotas derramadas de una Vía Láctea que va por
otro cielo…
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