Don Miguel de Unamuno veía los crespúsculos de
Salamanca desde las orillas del Tormes. La piedra se tornaba dorada; el sol
trasponía por el campo charro entre encinas y niebla y el frío jugaba al
escondite por las torres de la Clerecía o entre los soportales de la Plaza
Mayor.
Don Miguel iba de su cátedra a sus tertulias; de sus
tertulias a sus libros, de sus libros a sus dudas y nos las fue dejando una
tras otra, en su obra escrita, en sus pensamientos anidados que hurgaban en qué
habría en el más allá. En ese punto oscuro que se pierde y cuesta tanto
encontrar.
Rompió un poco el molde de su obra con La Tía Tula. Quizá también, en ese otro
libro memorable, Por tierras de Portugal
y España. Don Miguel por la cercanía y por reencontrarse consigo mismo
anduvo por la Vera, por las Hurdes y por esas otras tierras a las que daba
cobijo la Sierra de la Estrella.
La Tía Tula es un estudio de la soledad humana, pero
no solo de la soledad del ser que busca en el otro el complemento que le falta.
En la novela flota el erotismo sutil donde la mujer soltera deberá casarse con
el hombre viudo para una perpetuidad de la herencia. Rosa – tía Tula - y Ramiro
y los dos sobrinos son el eje de la narración.
España vestía de blanco y negro. Empezaban unas
películas de color; un color que venía
con cine americano; de la mano de las grandes superproducciones, o en los
equipajes de los turistas – industria sin humos – que limpiaban las chimeneas
con demasiado hollín de sacristías y tabúes.
Miguel Picazo la llevó al cine, en 1964. Yo vi la
película en el Albéniz. Eran los tiempos de las salas de Arte y Ensayo. Era el
cine de calidad iniciado por Rossellini, Vittorio de Sica o Visconti al que
siguieron Ingmar Bergman, Berlanga, y al que se unió Picazo con la Tía Tula.
Dice el periódico que Miguel acaba de morir…
No hay comentarios:
Publicar un comentario