martes, 26 de abril de 2016

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La Tía Tula

Don Miguel de Unamuno veía los crespúsculos de Salamanca desde las orillas del Tormes. La piedra se tornaba dorada; el sol trasponía por el campo charro entre encinas y niebla y el frío jugaba al escondite por las torres de la Clerecía o entre los soportales de la Plaza Mayor.

Don Miguel iba de su cátedra a sus tertulias; de sus tertulias a sus libros, de sus libros a sus dudas y nos las fue dejando una tras otra, en su obra escrita, en sus pensamientos anidados que hurgaban en qué habría en el más allá. En ese punto oscuro que se pierde y cuesta tanto encontrar.

Rompió un poco el molde de su obra con La Tía Tula. Quizá también, en ese otro libro memorable, Por tierras de Portugal y España. Don Miguel por la cercanía y por reencontrarse consigo mismo anduvo por la Vera, por las Hurdes y por esas otras tierras a las que daba cobijo la Sierra de la Estrella.

La Tía Tula es un estudio de la soledad humana, pero no solo de la soledad del ser que busca en el otro el complemento que le falta. En la novela flota el erotismo sutil donde la mujer soltera deberá casarse con el hombre viudo para una perpetuidad de la herencia. Rosa – tía Tula - y Ramiro y los dos sobrinos son el eje de la narración.

España vestía de blanco y negro. Empezaban unas películas de color;  un color que venía con cine americano; de la mano de las grandes superproducciones, o en los equipajes de los turistas – industria sin humos – que limpiaban las chimeneas con demasiado hollín de sacristías y tabúes.


Miguel Picazo la llevó al cine, en 1964. Yo vi la película en el Albéniz. Eran los tiempos de las salas de Arte y Ensayo. Era el cine de calidad iniciado por Rossellini, Vittorio de Sica o Visconti al que siguieron Ingmar Bergman, Berlanga, y al que se unió Picazo con la Tía Tula. Dice el periódico que Miguel acaba de morir…  

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