Al atardecer cantaban los mirlos en el soto del
arroyo. La sinfonía era única. La tarde se iba con lentitud y a uno le invade
un gozo enorme cuando asiste a estos espectáculos breves y singulares, al mismo
tiempo que siente cómo brota la melancolía más íntima en lo más profundo.
Parece un contasentido; no lo es.
Debe haber un nido cercano a la casa. En el pimpollo
del almecino cantaba y cantaba, sin cesar, un carbonero. Era pura delicia
escucharlo. Iba a lo suyo. Lo contemplé durante un rato. No se movió. Es más,
creo que ni me echó ninguna cuenta.
El periódico trae noticias de desencuentros. La
gente no se entiende. ¿Será que no quiere entenderse? Cuesta pensarlo. Dan pie
a ello. Hay cosas imposibles que se consiguen; otras más simples… ¡Cuestan
tanto!
Pasa por la calle una pandilla joven. El mundo está
en sus manos. Llevan – algunos – la mirada atrapada en la pantalla del teléfono
móvil. Me asombra la vida social que tiene esta gente. Siempre se las andan en
una comunicación con alguien.
La tarde lluviosa de abril está preciosa. Han caído
varias bruscas. Se han escapado a voleo. Cómo y por donde han querido. Después
de la lluvia El Hacho se ha coronado de azul pureza. El agua de abril es
buenísima. Los viejos dicen que ‘abril hace al campo’. Este año me temo que
viene tarde.
Están espigados los trigos. Un amarillento de
madurez prematura se ha extendido como un manto sobre las lomas. Esta mañana en
el bar hablaban entre sí. La conclusión, clara: “el campo ya se ha ido”. Los bordes
del camino están ahítos de margaritas; hay algunas amapolas y florecillas
lilas, muchas florecillas lilas, azules, violetas…
La tarde me recuerda a aquellas tardes en que Juan
Ramón le hablaba a Platero y quería enseñarles las rosas azules, las rosas
blancas…
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