La calle está en silencio. La gente se ha bajado a
la procesión; otros, se han debido ir al campo, o sabe Dios dónde. Es domingo y
los que salen lo hacen más tarde, como a eso de media mañana. Están cerrados
los comercios. Una pareja de extranjeros toma algo, sentados a la mesa, en el
bar de enfrente.
Pasa un grupo de hombres. Hoy llevan otra ropa. Es una ropa
distinta a la ropa que usan los días que no son de fiesta. No van a ninguna
parte. Hablan entre ellos. Consumen esas horas largas, eternizadas que a la
gente ociosa le atenaza los días festivos..
Hace un mañana de sol; espléndida. Es una mañana
radiante de primavera. Oh, luz de Dios. El sol, después de unos días entre
nubes, parece que ha salido con la fuerza contenida que lo ha tenido en
penumbras durante unos días.
En la lejanía ya amarillean las lomas. Las cebadas
tempranas están espigadas; se han encañado los trigos; las habas y las vezas
van a los suyo. Los garbanzales están ahítos de verdor. Con estas lluvias de espurreo
y el calor que se les viene encima corren peligro de que se rabien…
Pasa un gitanillo subido en un caballo tordo. Es un
potro nuevo. Tiene bríos; buen paso. El niño le ha echado un ropón sobre el
lomo y lleva en su mano izquierda una varilla ligera; en la otra sostiene las
riendas de la cerreta. El niño es un gitanillo de pelo negro. Canturrea; el
niño, en ese momento, es el ser más agraciado del mundo.
En las laderas de enfrente se oyen los mirlos.
Cuando arrecia el calor del mediodía – porque ya suben las temperaturas a esas
horas – los mirlos buscan los lugares húmedos y de sombras y dejan que pase el
tiempo y aguardan las horas del atardecer que son más placenteras.
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