Han venido los abejarucos. Los ha traído la brisa de
la tarde. Han venido como se fueron; es decir, sin hacer ruido, casi en
silencio. El piar ha llenado el cielo. Y, de pronto una banda – como un arco
iris de plumas – llenó el espacio que se abría con un azul distinto, con ese
otro azul con que se viste el cielo cuando quiere celebrar algo especial.
Se fueron con el otoño. Los que saben dicen que se
van, y vuelven luego de sitios muy lejanos. Se vuelan más allá, mucho más abajo
de esas arenas ardientes del desierto. Cruzan espacios largos y regresan, cada
año, cuando el campo se viste de primavera, o lo que es lo mismo de trigos
espigados, de almoradux en las laderas; de margaritas en los caminos.
Los abejarucos cuando pasen unos días y lleguen los
calores de estío serán los únicos pájaros que pasean en esas tarde de fuego que
abraza y achicharra. Ya habrán sacado sus crías. Volarán con ellos. Ahora, en
la barranca del río, se van y se vienen y hacen esas oquedades largas como si
fuesen constructores de su propio metro en una ciudad de cárcavas donde solo
viven ellos.
Decía el poeta del campo José Antonio Muñoz Rojas
que tiemblan las colmenas con sus presencias. Las abejas sienten el miedo de saber
que su enemigo está cerca; las atacan sin piedad.
Otro poeta, también, del campo, Antonio García Barbeito,
dejó dicho para quien quiera saberlo: “(…)
y me
hablaba de la gran importancia de cualquier cosa pequeña y eterna: el vuelo de
un abejaruco – ‘parecen nacidos del arco iris’-, el temblor de una rama, el
sonido del agua del río, una luz echada sobre un verde vivo…”.
Ya están aquí. Los ha traído la brisa de una tarde de abril.
Son compañeros del sol de primavera; son amigos de las flores y los tajos en
las laderas del río, en las costeras del monte. Son esos pajarillos extraños de
piar uniforme y mecánico amantes del calor sofocante del verano y que a mí me
hablan de Dios cuando cae la tarde.
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