Safo fue una mujer que escribía versos. Eran versos
bellísimos. Ensalzaba el amor hacia otras mujeres. El amor ni tiene barreras ni
tiene límites. Quien le ponga cortapisas al amor se equivoca. Safo tomó el
apellido de su tierra y, desde siempre, se conoció como Safo de Lesbos.
Lesbos está a tiro de vista de Turquía, o lo que es
lo mismo muy cerca del Asia Menor. Los griegos están en Lesbos desde que se
pierden los recuerdos en el tiempo. Por allí pasaron los hititas; el padre
Homero habla de ellos en la Ilíada. No todos los pueblos tienen ese honor.
Las aguas limpias y cristalinas del mar Egeo bañan
los acantilados. Llegan hasta la orilla. Los atardeceres, placenteros; el cielo
de un azul intenso; la caliza de sus montañas hacen que el mar, en algunos
puntos, sea un mar profundo y enigmático.
En Lesbos dicen que viven de la agricultura: olivos
centenarios, acebuches entre roquedos; llanuras fértiles de cereales y frutas,
todas las frutas que desde siempre han cultivado los hombres del Mediterráneo,
y del turismo.
Hasta aquí la poesía. La realidad es otra. Muy cerca
de la isla paradisíaca - al otro lado del mar - la gente se odia; se matan. Un
horror; se destruyen ciudades y están casi a punto de acabar con una
civilización. Otra gente huye. Tienen miedo. Lo han perdido todo, menos su
pasado.
Llaman a las puertas de Europa. Quieren refugio; una
tierra nueva. No es el primer pueblo que camina despavorido. Se han echado al
mar que no es tan poético como yo les hablaba antes. Es un mar sembrado de
muerte.
Europa los ha recibido con una larga cambiada.
Deportación y pago a Turquía para que los acoja. Grecia dice que ellos no
pueden; los pueblos vecinos ni pueden ni quieren. La tragedia es la noticia del
telediario de cada día.
El hombre que viste de blanco y vive en Roma va
mañana. Su visita a los refugiados – seguro que intentarán llevarlo a otro
sitio – se burlará de las alambradas porque su sola presencia ya es la denuncia
ante las conciencias adormecidas y que miran para otro lado.
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