domingo, 17 de abril de 2016

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Malva

La tarde estaba de malva y gris; el horizonte era una línea difusa. Abajo, el mar tenía ese color raro con el que se viste las tardes de tormenta. El cielo era un hormigonado de nubes. No lo podía romper el sol. Las nubes, altas, demasiado altas…

Desde la cumbre el mar se abría lejano y difuso; la bahía hacía un amago de toro manso y peligroso. No quería rematar en tablas. La bahía apretujaba a la ciudad en un ¡ay¡ recogido ante el miedo de una cornada certera que abriría la femoral, que rompía en dos las carnes.

La tarde era opaca. No era una tarde de abril; no apuntaba a primavera. El coche rodaba raudo por la autovía. Otros coches iban más rápidos. La carretera era una capa gris que se escondía bajo las ruedas; la línea de separación de la calzada  un pespunteo blanquecino que se daban la mano entre sí.

Sobre el mar, unas millas adentro, se veía esa cortina de agua que se desprende, que baja de otras nubes negras y que dice que allí, llueve. ¿Hay algo con menos sentido que la lluvia sobre el mar? Eran rayones como de un niño que casi no sabe hacer garabatos ni palotes.

No era el mar de las tardes luminosas. No había ningún trasatlántico de los que hacen escalas en esos cruceros para turistas ricos. No había ningún buque de cabotaje – como los que utilizaba Josep Pla – de los que van de puerto en puerto y con unas letras muy grandes escritas en la popa: “Panamá”.

No había veleros blancos con los que sueñan los niños cuando se tuestan en las tardes de verano en la orilla y los ven pasar majestuosos, lentos, despacito como pases de toreros buenos, como verónicas que encienden el albero…


No había ese cresterío de olas como pañolitos blancos que saludan a las sirenas cuando se asoman con sus cantos y embaucan a los marineros. No; era una tarde rara de domingo de azules intensos, grises y malvas.

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