Pierre Auguste Renoir es un pintor impresionista
francés. Nació en Limoges en la mediación del siglo XIX. Buscó con ahínco la
belleza plena. Las flores, el campo, el mundo que lo rodeó y la mujer fueron
las obsesiones de sus lienzos.
Tuvo contacto, en la niñez, con los pintores que
decoraban la porcelana en su ciudad. Renoir jugó a la decoración como los niños
de Triana jugaban al toro con el sueño de una muleta en la camisa de niño
pobre. Después vivió en Paris. Allí entró en contacto con el mundo de la
música.
La pintura de Renoir es la eclosión del color y la
belleza. Pintó el mundo que lo rodeó. Sus flores no son unas flores como las
que pintaban otros artistas de su tiempo y sus desnudos no son una continuidad
de los desnudos de Rubens. Renoir es uno de los grandes – si no el que más –
del impresionismo.
Su pintura es sutil. Llena de matices, plena de luz
y vibraciones; puntual y sin escorzos; pletórica como aquellas verónicas de
Morante, una tarde de junio, en la faena memorable de 2013, en Córdoba, al toro de Juan Pedro.
Renoir ve el mundo de una manera placentera. Sus
cuadros son luz y color; un manual para entender la primavera. El color la
exaltación de la armonía llevada a la variedad de matices en el máximo de su
esplendor. Sale al campo; pinta lo que le rodea. Montmartre - donde vive – es fuente para su inspiración.
Canta a la vida. Es la vida que él ve por las calles
de París por el campo, por las orillas de los ríos. La ciudad – Paris, por
aquellos años - estaba sumida en un mundo convulso de revoluciones y comunas y
Renoir ve las flores de los parterretes de la Tullerías. “Sus flores, abren;
sus frutos maduran”.
Le da una importancia enorme a la figura humana. Los
ojos de sus mujeres miran y ven. Palpitan; tienen vida. Son una carga de
sensualidad. Sus cuadros, la “celebración pagana de la gloria de la mujer”.
Murió de una neumonía; está enterrado, junto a su
mujer, en Essoyes.
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