De joven fue una mujer de ojos dulces,
pelo recortado y boca grande. Tenía la belleza extraña de quien esboza una
media sonrisa y dice mucho. Era una Gioconda pero con más gracia; de mayor, el
tiempo dejó su huella pero no perdió la profundidad de la mirada.
Nació y murió fuera de España. Anheló
retornar; no lo consiguió. Tuvo un reconocimiento internacional; su país se lo
negó. Es normal en esta tierra nuestra donde cuesta tanto prestigiar lo propio sobre
todo cuando es alguien brillante y que sobresale a los demás.
Hija del político e intelectual Salvador
de Madariaga y de Constance Helen Margaret, historiadora británica. Madariaga
fue ministro en la República. De su padre heredó la riqueza de vivir en muchos
sitios diferentes; de su madre, el amor por la Historia.
Isabel fue una luchadora desde la
infancia. Políglota, hablaba francés, inglés, alemán, ruso, italiano y español.
La BBC la reclutó como traductora
durante la II Guerra Mundial. Después trabajó, casi siempre, en el Reino Unido.
Fue la primera mujer que se matriculó en
la Escuela de Estudios Eslavos y Europeos del Este en Londres. Experta en la
Historia de Rusia publicó una de las obras cumbres sobre Catalina la Grande,
poco aceptada por los historiadores rusos que se paraban en los aspectos de
protestante y alemana…
Le podía la nostalgia. A su casa se
llegaba a través de un pequeño jardín; a ella no le llegaba el reconocimiento -
el franquismo prohibió su obra - de su propio país donde es una desconocida.
Amó la tortilla de patatas y todo lo que le recordaba su tierra de la que se
fue con ocho años.
Isabel vivía en una casa típica de
Londres. Nonagenaria, sola entre libros y con papeles ‘muchos papeles por el
suelo’. Donó su biblioteca al Estado Español. Los libros encerrados en cajas
esperaban el momento de encontrar su sitio en la Biblioteca Nacional que
escogió trescientos; el resto, al IE
University.
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