Y, las luces juegan al escondite cuando abre la
mañana. Y el río se va - “a la vez,
quieto y en marcha” vio Gerardo Diego a otro río- buscando la mar que lo espera
con los brazos abiertos, como la madre recibe al niño que, sudoroso, llega
corriendo por la calle…
Y la mañana se llena de pájaros. Los pájaros siempre
cantan al amanecer. Los pájaros reciben a la luz porque en ella les va la vida.
Entonan una sinfonía de trinos de mirlos, chamarines, verderones – los
ruiseñores fueron los pioneros; cantaron antes, cuando todavía no había
apuntado el día – carbonerillos…
El río habla en su quietud. Tiene un diálogo
continuo con los carrizos de la ribera. Seguro que le habrá preguntado cómo
andan los anidamientos de los patos y cómo se las arreglan las cañotas para
darles cobijo a esa piarilla que nada detrás de la madre.
Las ramas de los eucaliptos son los puntos de
observación de los cormoranes. Ven cómo suben de Sanlúcar con la marea esos
barcos – bueno, también ven otros barcos a modo de lanchas rápidas que llevan
‘otras’ cosas – que vienen con mercancías, con gente que se recrea en el
paisaje y suben lentos.
Los barcos, algunas veces, cuando pasan cerca de los
pueblos tocan las sirenas y saludan a
una niña que mira por la ventana… ¿Con quién sueña la niña que mira por la
venta y pierde la vista más allá del río?
En algunos pueblos, las campanas del campanario
tocan y les hablan de tú a los barcos. No lo ve nadie. Solo el viento sabe que
se entienden entre ellos y, entonces, la brisa lleva un susurro de misterio.
El río tiene encanto; el río tiene su sueño que se
lo guarda dentro. El río está ahí desde siempre y tiene dos orillas – como
todos los ríos – pero en este río sus orillas están llenas de poesía y de toros
que comen margaritas para abrir la puerta de chiqueros de la Maestranza en una
tarde de feria.
El río, ¡ay, río de Sevilla! que le das envidia a la
Giralda y al puente quieto que ve cómo pasa tu agua y, en una mañana de abril,
dices que eres tú, solo tú, único tú.
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