Al niño, una vez, le dijeron que bajo El Hacho
estaba escondido el mar. Nadie lo había visto pero el año que la tormenta mató
al Macareno, el mar - el mar que estaba
agazapado en aquel interior - rugió como no lo había hecho nunca y, entonces,
los hombres mayores sintieron miedo.
Escuchaba, también
que, a veces, cuando iba a
cambiar el tiempo, antiguamente, se escuchaban los ‘Cañones de las cuevas de
Rota’. El niño ni sabía dónde estaba Rota ni qué era aquello, pero sí que, en
ocasiones, se producían unos zumbidos tremendos. Eran ecos lejanos, secos, prolongados, perdidos. Antes de tres
días cambiaba el tiempo.
El niño, un día con otros niños, subieron al
Hachuelo que era una manera de llevar a cabo una aventura que parecía una
aventura tan grande que solo podrían llevarla a cabo algunos niños que amaban
la aventura y el riesgo.
Desde El Hachuelo no se veía la cruz que coronaba El
Hacho porque la tapaban otras rocas. Lo que sí veían abajo, junto al campo de
fútbol, eran las chumbas del ‘Veneno’ y la Jerriza y las cabras que careaban
por los olivares…, y si algún hombre había subido por esparto, entonces les
decía a los niños que allí no debían estar…
El niño, cuando se hizo mayor, supo que El Hacho
cambiaba su cara varias veces al día y que según desde dónde se miraba mostraba
una cara diferente, con las figuras más raras.
Unas veces se parecía a la efigie de Gizeh,
recortada en el azul del cielo; otras, era un perro, tendido y con su cabeza
fija mirando a la cruz; un recorte de la caliza parecía la puerta de la
iglesia; una configuración, en una oquedad, los pulmones del Señor…
El niño leía mucho a un hombre que escribió unos
versos preciosos. Hablaban – los versos – de una ida, del pueblo que se haría
cada vez más grande. De un pueblo blanco, como era su pueblo y de pájaros
cantando y de un cielo azul y de un pozo y…
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