Con octubre llegaban las sementeras. Las lomas
cambiaban el manto verde de la yerba de
la otoñada por un vestido pardo de tierra removida. Las lomas tenían cuadros a
rayas; desde la lejanía eran cuadros de Benjamín Palencia.
El hombre sacaba la yunta temprano. Aparejaba los
mulos. En uno de los cujones del serón colocaba los avíos de la comida, el
cantarillo del agua, el zurriago…; en el otro un saco con la semilla.
El campo amanecía blanco con el rocío si durante la
noche no había corrido el aire. Con los rayos de sol brillaba como puntadas de
plata en un bordado al que no se le veía el bastidor. El vaho se levantaba en
forma de humo blanco. Era el contraste de temperatura. Se abría paso la mañana.
Cuando el hombre llegaba a la haza ponía el hato
debajo de un olivo, de un almendro o junto a algún majano. El hato era la
referencia para el rengue, para el bocado a media mañana, para el almuerzo.
Colgaba la talega de una rama; junto al
aparejo, el cantarillo del agua. El perrillo, acurrucado, hacía de guardián…
En la besana uncía la yunta. El ubio sobre los anterrollos;
el ejero sujeto con la lavija. El hombre le ponía a los mulos unas jáquimas con
anteojeras para que obligatoriamente mirasen siempre al frente…
Las manos del hombre eran ásperas, rudas. Con una
mano asía la mancera; con la otra, c los cabestros de los mulos y el zurriago
que tenía un látigo en uno de los extremos, en el otro una cuña metálica para limpiar el barro del
arado.
Hundía el arado en la tierra; tiraba la yunta, se
abría el surco. Gemía el ventril prieto con las vilortas a la telera. Estaba
grieteada la garganta; las orejas volcaban la tierra. De vez en cuando, el
hombre levantaba el arado y limpiaba la hierra húmeda y caliente acumulada en
la reja.
En la siembra de cereales, un muchacho por delante.
Sacaba puñados de granos de una espuerta colgada en bandolera y los esparcía, a voleo, con la mano medio abierta.
Si eran habas, yeros, arvejones ‘pintaba’
por detrás. Los granos caían en el surco. Una banda de pajarillos
cerraba el cortejo…
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