La calle es una calle larga, gris, monótona y
desangelada. No es una calle cualquiera. La calle tiene el sello de ser única,
especial, agraciada; no se le ve el final. La lluvia deja su impronta en la
calzada, en los charcos, en las fachadas inexpresivas, en las ventanas
apuntadas, en el cielo cerrado y opaco.
Los pináculos de los edificios hieren una tarde átona, otoñal...
La vida se refugia detrás las ventanas. Mira y ve la
calle. Observa. Está quieta, Espera el gran acontecimiento. Se asoma al
silencio y pone una sinfonía de luz. La vida lo ve todo; deja el protagonismo para la chica del
paraguas rojo.
Los pivotes se proyectan en sombras irreales en los
bordes del asfalto. Están ahí para proteger a los peatones que circulen por las
aceras. No va nadie por las aceras. Solo por la calzada camina la chica del
paraguas rojo. Camina firme, decidida; va con ella misma. El agua se ha hecho
espejos en el asfalto.
La chica pone la nota de vida, de expresionismo, de
contraste. En primer plano, sobre la calzada, una pincelada – reflejo del
paraguas - roja. El color del paraguas lo rompe todo; lo llena todo. Por
cierto, la lluvia es fina, menuda, sutil, tenue, casi imperceptible.
La chica viste a media pierna. Su vestido, a juego
con el día. Calza botas negras. Llegan
casi hasta las rodillas de la chica; tacón alto y grueso. Bolso… - ¿de qué
color es el bolso?-, magas cortas. No hace frío…
La chica es delgada, esbelta. Tiene un cuerpo grácil.
Se mece como un junco de ribera que no
está en la orilla del río. Llena la calle. La chica es bella; sugerente. La
chica es poesía que camina bajo la lluvia.
Se cobija bajo el paraguas. Es ella. La chica del
paraguas rojo. En el paraguas se han parado unas gotas de lluvia. Bajaban al
asfalto; se quedaron a medio camino. Por entre la tela tensada del paraguas las
gotas motean la cara de la chica. No se
le ve pero es preciosa. Enormemente
preciosa. La chica lleva su camino; va a alguna parte. Solo ella lo sabe…
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