Sonaba una armónica. Sonaba la música que alguien
tocaba. Era una armónica con notas metálicas e inconfundibles. La calle estaba
desierta; el poblado, también. Nadie. El polvo que, de vez en cuando levantaba
el viento, era la única compañía. El miedo había encerrado a todo el mundo en
sus casas…
Gary Cooper avanzaba. Era un hombre solo. Era un
hombre solo ante el peligro, ante el mundo. ¿Ante sí mismo? Probablemente, también,
pero él lo superaba. El peligro que daba título a la gran, grandísima obra de
Fred Zinneman, quizá – y sin quizá – una de las más excelsas películas rodadas
sobre el Oeste americano estaba allí, escondido, esperando…
La vida está llena de circunstancias que no tiene
explicación. Cobardía, egoísmo, venganza
sórdida. La gente vuelve la espalda. Nos deja solos. La estrella de sheriff no
sirve de nada. El trabajo bien hecho, impecable, tampoco. Hay que cruzar la
calle. Hay que llegar hasta donde sabemos que alguien, que no es bueno, nos
está acechando.
Paso firme, vista al frente; ojo que mira a los
lados porque en cualquier balconada, oculto y agazapado puede estar el
francotirador que dará, siempre, porque esa gente no falla nunca, en el lugar
donde más duele. Su tiro es certero…
Cae la noche. Hace un rato que dejaron de cantar los
pájaros. Unas imágenes horribles han corrido… El niño, nuestro niño - ¿de quién
era ese niño? – también esta solo ¡Qué horror! ¡Cuánto horror!
A veces nos preguntamos dónde puede estar nuestra
casa. Se me vienen muchas cosas a la cabeza.
Uno, a veces, se pone un poco raro.
Pienso en Gary Cooper que estará – porque dicen que era un hombre bueno – donde
se llevan a los hombres buenos. ¿Adónde habrán llevado a ese niño? que, ese sí,
que era bueno de verdad.
Pienso en otros hombres solos por ahí perdidos entre
el polvo de las calles. Rodeados de gente en la soledad del poblado. Caminan
con su paso. Detrás llevan, aunque ellos no la escuchen la música de otra
armónica…
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