El aire mueve las ramas altas de los plátanos. Por
el suelo hay hojas de acacia, de alces, de
almeces y de otros árboles. Anuncian ya algo que va a llegar pronto. Todo es un
preludio del final del verano.
No suena aquella canción del Dúo Dinámico que nos
enternecía tanto. No. Aquel final del verano que decían ellos que había llegado
se refería a otro verano. El verano de amor de adolescentes cuando todo aquello
era tanto.
Las mañanas, ahora, amanecen frescas. Sobre los
techos de los coches quedan restos del rocío de la noche. Lo secan los primeros
rayos del sol. Se forman regueros secos por las que las gotas dejaron un surco
entre el polvo acumulado.
Un vaho se levanta del campo. Comienza a calentar el
sol. A medida que entra el día sobran las prendas. Dieron un poco de calor al
cuerpo que salía a la intemperie de la calle. La ropa y el jersey, buscado con
deleite para arropar al cuerpo, a media mañana, son un estorbo.
En estas tardes de los alrededores del otoño hay una
luz especial. El cielo, primero, fue azul intenso; luego, celeste, después,
desvaído y giró a encarnado, violeta y morado. Todo el horizonte fue un
candilazo por el horizonte y ya lo dice el refrán candilazos al anochecer…
Los atardeceres de otoño tienen un encanto especial.
Son bellos, dulces, enternecedores. Como si llenasen sus alforjas con gavillas de
adjetivos arrebatados al diccionario con prisa y se los apropian y los hacen
suyos.
Los pobres sin techo, en las grandes ciudades, buscan cobijo para acurrucarse en los cajeros,
en las bocanas del Metro, en los soportales de los templos, en los bancos
solitarios que siguen siendo igual de duros pero que ya comienzan a ser más
fríos.
Los pájaros del parque ven, también, reducida su fronda espesa y generosa; el
campo muestra otra cara. La poesía del preludio de otoño va por algunos
barrios; por otros, la realidad cruda de la vida.
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