Cuenta la leyenda que cuando Heracles mató a Gerión, éste
sangró por la herida de la flecha. De la sangre brotó un árbol y el árbol daba una
fruta que, ya madura, cambiaba de color: de anaranjada a rojiza. Se la comían
los pájaros y los hombres. Y, si comían muchas, entonces, de emborrachaban.
En el escudo de Madrid aparece un oso y un madroño. Lo del
bicho como no fuese por los que había en los montes de El Pardo…; el madroño
pudo haberse criado en las quebradas de la Pedriza o del Guadarrama. Cuentan,
también, otras cosas, pero…
En el parque de los Alcornocales hay unos ejemplares
magníficos porque me estoy refiriendo a los madroños. Están en los bordes de la
carretera conforme se sube desde Jimena, bordeando el parque camino de Ubrique,
donde la carretera abre un ramal para Cortes…
Una parte de la vacas coloradas que Heracles robó a Gerión
se alejaron (a lo mejor se les escaparon, digo yo) un poco de Tartessos, o sea
donde el Guadalquivir dice qué es marisma, qué es el Coto y qué es Cádiz y se
vinieron, retintas ellas, donde los
aires de Tarifa levantan el polvo fino de la arena de la playa y los romanos
fabricaban el ‘garum’.
El madroño tiene una madera maleable. Los hombres del campo
le han buscado muchas utilidades; a la fruta, también. Hay sitios donde los venden en
canastillos por la calle. “Detenida lluvia de sangre dulce, o
redonda nevada de azúcar”
los vio Barbeito. En otros hacen mermeladas, licores y, dicen, que hasta
un brandy.
Cuando yo era niño subíamos por el Hoyo de Perea, trepábamos
y antes de llegar al Puerto de Jévar, en la ladera de poniente del Cerro del
Cura, allí había uno. Me dijeron que un
incendio de verano se lo llevó por delante.
Mi amiga Juana en su hurgar refranero ha colgado fotos y
dichos de madroños. Le contesté con la letra de los tangos de aquella mujer
perchelera, La Pirula de Málaga, que en la primera mitad del siglo XX cantó: “La
que quiera madroños / vaya a la sierra, / olé morena, / porque se están
secando, / sus madroñera / ay, olé morena / sus madroñeras”.
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