lunes, 14 de septiembre de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Pan

La mañana olía a pan caliente y a aire viciado. Las panaderías comenzaban el amasijo a eso de la media noche; el caldeo, de madrugada. Con las primeras luces del alba la gente se echaba a andar. Necesitaba el pan para la talega.

Las panaderías - antes del progreso industrial - caldeaban con aulagas, retamas y leña de monte. Los mulos, casi siempre una yunta,  la tarde anterior venían con  la carga de leña desde la sierra. Descargaban en la puerta y la calle se impregnaba de otros olores. Era un adelanto a campo que se venía hasta el pueblo.

Cada panadería tenía el nombre, cuando no el apodo, del panadero que la regentaba: “El Bojo” en la calle Cantarranas; “Jazmines” en la Plaza Baja; “La Perrita” en el Callejón; “Juanico Díaz” en la calle Atrás; “Faroles” en la calle Juan Naranjo; “Hortensia” en la calle Negrillos; “Granao” en la Plaza de Santa Ana…

El progreso y los  años se llevaron por delante a muchos de aquellos panaderos emblemáticos. De la lista solo sobre vive uno. Los hermanos Díaz Becerra siguen con el negocio en el Callejón… Vinieron otros. Técnicas, productos, nombres… Se cumple lo de Juan Ramón: “el pueblo se hará nuevo cada año…”

Los niños voceaban molletes por la calle en  las mañanas de invierno. Eran tiempos en que faltaba de casi todo.  El mollete era un pan de levadura diferente;  poca corteza y mucha miga. El mollete era el pan ideal para el aceite o para la zurrapa que siempre venía cuando aparecían los primeros fríos.


La industria y el progreso echó al olvido la levadura recentada y el cedazo y la artesa y el amasijo a mano clavando los puños en la masa. La harina ya viene refinada de la fábrica. La panadería no huele a pan caliente al amanecer, y ahora, según que pan, por las tardes, casi parece chicle y al día siguiente… 

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